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Rupert-Hall: el problema de la causa/es

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Si rechazamos la hipótesis de que el desarrollo y el cambio del conocimiento sólo se producen mediante procesos catastróficos, mediante el alivio violento, como en un terremoto, de una tensión creciente, entonces se hace menos apremiante la necesidad de introducir algún factor contundente para explicar la revolución científica. [...]

No hubo una razón única para la evolución de la ciencia en los comienzos de la Europa moderna, ya que somos libres de argüir que cada uno de los rasgos de la civilización europea fue un factor que contribuyó a ello. Es tentador sugerir que esta civilización era más intelectual que otras, como la china o la árabe, pero esto difícilmente puede ser cierto excepto en el sentido de que fue quizá relativamente más educada. Ninguna civilización comparable había producido algo como la universidad medieval, ya fuera en su forma o en su tamaño, y cuesta ver de qué modo hubiese podido nacer nuestra ciencia sin la universidad de las épocas medieval y posteriores. Creó una casta ilustrada que nunca estuvo compuesta exclusivamente por sacerdotes y burócratas; enseñó que la verdad nacía del argumento y de las pruebas, no de la mera autoridad; prosperó gracias a la crítica y al debate. (También tenía sus puntos flojos, sus nimiedades, sus perogrulladas mil veces recitadas, su palabrería inacabable). La universidad medieval daba a los hombres mucha libertad y había variedad entre un centro de aprendizaje y otro; no se imponía ninguna serie única de cursos y procedimientos, ningún dogmatismo unificado (abundaba el dogmatismo local). Para el islam sería una gran desventura intelectual que su filosofía estuviera más enredada con su religión que la filosofía de la Europa cristiana. Occidente, al leer filosofía, ciencia y matemáticas en las obras de autores paganos, sabía que estos autores podían equivocarse, que muchos de ellos debían de estar equivocados en ciertos aspectos. Eran libres de creer que todo (excepto la religión) podía debatirse, pues todas las proposiciones relativas al mundo natural sólo podían ser ciertas de manera contingente. Esta libertad, sin embargo, habría valido bastante poco si los eruditos europeos no hubieran aprendido también a tener un sentido de la realidad. El «sujeto humano» de Galeno había sido una ficción, montada con retazos obtenidos al observar la disección de hombres y animales; la astronomía de Ptolomeo, un mecanismo que permitía la calculación. Hasta la filosofía de Aristóteles parecía tratar más de definiciones, conceptos y abstracciones que de sólidos, líquidos y aires. La característica general de la reacción contra el escolasticismo primero, luego, más adelante, contra la ciencia griega convencional como se entendía a la sazón, fue, me parece a mí, un deseo de proposiciones demostrables acerca del mundo real: la sensación de que la filosofía de la naturaleza no era ningún juego intelectual, en el que ganaban más premios quienes daban respuestas más elocuentes, sino el resultado del estudio de todo lo que nos rodea. El ejemplo más conocido de esto es, desde luego, el esfuerzo de Copérnico por encontrar una astronomía matemática «real» (físicamente válida), pero se hace igualmente evidente en el esfuerzo de los botánicos italianos por verificar la flora «real» del norte y el centro de Italia. Obviamente, la descripción exacta, concienzuda, es la forma más elemental de aspirar a la realidad, y el análisis o la teoría forzosamente invocarán entidades (como, por ejemplo, átomos o fuerzas) que ya no son «reales» en el sentido inmediato de la palabra. ¿Es el movimiento más real que la dulzura y, si lo es, por qué? Valió la pena hacer la pregunta, porque podía contestarse y, de hecho, gran parte del progreso conceptual de la ciencia ha consistido sencillamente en preguntar «¿Es X más real que Y?». En algunos casos, el hecho de formular la pregunta ha tenido más importancia que la respuesta obtenida.