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Les reivindicacions feministes i les respostes estatals/es

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[...] Teniendo en cuenta el golpe infligido por la guerra total a la tradicional familia patriarcal de Europa, no es extraño que se hablara mucho del «desmadre juvenil» en una nueva «comunidad huérfana». La atmósfera de crisis de 1918-1919, con insurrecciones, revoluciones y motines , hizo que aumentara la sensación de un completo colapso del orden social. «La revolución y sus consecuencias han sido particularmente perjudiciales para el espíritu de muchas personas -observó un funcionario civil prusiano-. Se han roto los fundamentos. Las instituciones del Estado han perdido casi del toda su autoridad, igual que la Iglesia. La influencia educativa de los padres ha quedado a menudo reducida a nada». Como más tarde volvió a suceder después de la Segunda Guerra Mundial, tales ansiedades indujeron en el Estado a intervenir cada vez más como padre adoptivo y fuente de autoridad moral. Cuando aumentaron agudamente las tasas de divorcio, reafirmó los valores de la cohesión familiar -puesto que el «orden moral», en palabras de Mussolini, produce «orden público» - con objeto de señalar a mujeres e hijos su lugar adecuado. «Una nación no representa una colección de individuos colocados unos junto a otros , constituye un grupo de familias entrelazadas -insistió el político radical francés Edouard Herriot en 1919-. La célula orgánica no es el individuo sino la familia ». En otros términos, no era sólo la derecha la que advertía de la importancia vital de restaurar a la familia -y de ser necesario frenar el individualismo- en nombre del bienestar de la nación. Todo esto significaba exorcizar una aterradora aparición que había surgido durante la guerra: la joven independiente y emancipada con su propio lugar en el mundo laboral y sus propios ingresos. Tuppence Beresford, por ejemplo -heroína de El adversario secreto, una novela de Agatha Christie publicada en 1923-, que había sido enfermera durante la contienda, afrontó la posguerra con nuevas exigencias de igualdad de oportunidades laborales, una independencia sexual y una vida activa. A pesar de la realidad de la creciente ocupación femenina, sobre todo en las nuevas empresas de servicios , los modelos del estilo de Tuppence eran denunciados cada vez más como manifestaciones de bolchevismo sexual» que ponían en peligro la autoridad tradicional del hombre. Las garçonnes de los años veinte, bellezas llamativas de pelo corto y caderas estrechas, fueron a menudo acusadas de manifestar un amor egoísta por el placer y un desdén aterrador por el futuro de la nación. «Fumando, de pelo corto y vestidas con pijamas o ropa deportiva [...] las mujeres se asemejan cada vez más a sus acompañantes -escribió un alarmado francés-, ¿cómo es posible que tales seres andróginos se conviertan en madres responsables?» Tales sospechas tenían una nerviosa connotación política. Los bolcheviques ofrecían impresionantes posibilidades en las relaciones entre los sexos, emanciparon rápidamente a las mujeres rusas en un grado incomparable con que sucedía en cualquiera otro lugar de Europa; refrenaren el poder de la Iglesia, barrieron tradicionales privilegios patriarcales y permitieron que las mujeres solicitan el divorcio. Algunos políticos soviéticos hablaban incluso de llegar a suprimir por completo el matrimonio y de estimular las uniones libres entre hombres y mujeres; no es sorpresivo que los críticos creyeran que la familia rusa desgarrada por la guerra era estimulada a desaparecer junto con otras instituciones de la vida burguesa.

Todo esto -en el clima antibolchevique de los años veinte- difícilmente ayudó la causa de la emancipación femenina en el resto de Europa. Es cierto que las mujeres ganaron el derecho de voto de acuerdo con muchas de las nuevas Constituciones. Pero siguieron privadas de éste en el resto, en Francia, Italia y Grecia, por ejemplo, y sólo de manera muy limitada lo tuvieron en Gran Bretaña hasta 1930. Además surgieron escisiones en el seno del movimiento feminista: el antiguo interés de las sufragistas por su igualdad electoral resultaba cada vez menos satisfactorio para las activistas jóvenes preocupadas por cuestiones más prácticas. «Para la mujer trabajadora, el voto [...] no representa su emancipación -afirmó una comunista griega-. Porque en esta cuestión de importancia suprema el que le interesa más que nada es todo el problema social».

Las disposiciones constitucionales en favor de la igualdad de oportunidades quedaron de hecho neutralizadas por el nuevo culto a la familia y por la persistencia de legislaciones que afirmaban el predominio del hombre en el seno de esta .


Mark Mazower, La Europa negra, Valencia, Barlin Libros, 2017, pp.108-109


A su vez, la auténtica perspectiva de cambio alentó el apetito de movimientos y grupos de presión que exigían reformas y modernización. En consecuencia, la década de los sesenta marcó el comienzo de una nueva profundización de la democracia en Europa occidental, la ruptura real con valores e instituciones sociales tradicionales y —para muchos— el principio de la modernidad.

En diciembre de 1965, saltó a los titulares de los periódicos italianos el caso de una muchacha campesina siciliana llamada Franca Viola, quien rechazó la oferta de matrimonio del joven que la había raptado y violado. Normalmente, en tales situaciones —en modo alguno infrecuentes— se esperaba el sometimiento de la mujer, de manera tal que lo que el Código Penal italiano definía como «matrimonio riparatore» pudiera borrar el delito del hombre. Por vez primera en el recuerdo de todos, sin embargo, la mujer violada se negó a casarse. Su pretendiente fue, por tanto, detenido y luego sentenciado a pena de prisión. La opinión general de su localidad natal fue considerar deshonrosa la obstinación de Viola. Pero en el resto de Italia el caso causó sensación y puso de relieve la ausencia, a los ojos de la ley, de una igualdad de rango y dignidad en las mujeres. En los años sesenta, encabezaba la demanda de una mayor democracia la conciencia creciente de que persistía una subordinación social y económica de las mujeres. Las Constituciones podían prometer la igualdad a todos los ciudadanos sin discriminación por su sexo, pero conforme a los códigos penales en vigor hombres y mujeres eran tratados de manera completamente distinta. Los hombres podían cometer impunemente adulterio mientras que este era susceptible de castigo en las mujeres. Los maridos podían prohibir a sus esposas que buscaran trabajo fuera de casa y los padres conservaban un poder absoluto sobre los hijos. En Suiza, las mujeres ni siquiera consiguieron, hasta la década de los setenta, el derecho al voto; en Francia muchas no estaban autorizadas a abrir una cuenta corriente. Cada vez accedían más mujeres al mercado laboral, pero una vez allí se enfrentaban con la discriminación en lo referente al sueldo y a las perspectivas laborales.

En muchos aspectos, las campañas en favor de la emancipación femenina se habían batido en retirada desde el comienzo de los años veinte; durante del período de entreguerras, bajo el miedo al declive nacional por el descenso de las tasas de natalidad y con el desempleo masivo, se había registrado un desgaste en los derechos de las mujeres. Hasta la propia Unión Soviética, que después de 1918 les había otorgado una igualdad legal sin precedentes, retomó hacia mitad de los años treinta a la ideología de la maternidad. De pronto, las reformas tendentes a beneficiar a las mujeres e incrementar su autonomía, independencia e igualdad ante la ley, amenazaban la base de la familia tradicional europea tal como había sido santificada en el período de entreguerras y reafirmada por la década conservadora de los años cincuenta. Las exigencias de libertad sexual parecían aún más amedrentadoras. Un sociólogo católico italiano lamentó «el exasperado individualismo que en América y la Europa del norte conduce a la familia al borde de la desintegración total» y previno contra «una concepción del matrimonio como un mero beneficio sexual para el individuo».

Pero la marea en favor de la reforma cambió cuando un ejército de comentaristas sociales y de psiquiatras descubrió los costes del aislamiento en el hogar y lo que los franceses llamaron el «síndrome de Madame Bovary». En The Captive Wife (La esposa cautiva), la socióloga Hannah Gavron denunció el ideal de vida doméstica de los años cincuenta al revelar las depresiones y frustraciones que suscitaba, cuando se marchitaban los lazos familiares y comunitarios y la televisión y el tráfico encerraban en casa a la familia nuclear. El cambio de prácticas sexuales (sobre todo gracias a la píldora, que penetró en Europa occidental al comienzo de los años sesenta) y la aparición de una generación nueva e independiente que pretendía una educación superior y una autonomía profesional prefiguraron las reformas legales surgidas a finales de la década. El control de la natalidad se liberó de sus implicaciones eugenésicas anteriores a la guerra y surgieron por Europa numerosas clínicas de planificación familiar. La mayoría de los países escandinavos habían legalizado muy pronto el aborto; Gran Bretaña les imitó en 1967. Pero en la Europa católica la batalla requirió más tiempo, movilizó a centenares de miles de mujeres y suscitó graves conflictos políticos antes de que sobreviniera la despenalización, principalmente —y de modo muy vacilante — durante los años setenta. Incluso en la actualidad, en Alemania y Portugal, por ejemplo, la interrupción del embarazo es accesible con muchas limitaciones, y el aborto ilegal sigue estando muy difundido. Los cambios legales fueron más rápidos en lo referente a los anticonceptivos, sin duda porque el baby boom había logrado que pareciesen irracionales los antiguos temores al descenso demográfico. En 1961 fueron finalmente abolidas en Alemania las antiguas ordenanzas policiales nazis contra la venta de anticonceptivos y Francia relajó su prohibición en 1967; Italia anulo cuatro años más tarde la legislación fascista. Por lo que atañe a la igualdad de las mujeres en el matrimonio y la familia, la reforma de los procesos de divorcio y de la legislación familiar tuvo básicamente lugar en la década de los setenta y —en la Europa meridional posdictatorial— en la de los ochenta, más de sesenta años después de la introducción en Suecia y la Rusia bolchevique del divorcio civil por consentimiento mutuo.

Más lenta fue la batalla para conseguir la igualdad de derechos en el terreno laboral. Las garantías constitucionales y las disposiciones del Mercado Común siguieron siendo fundamentalmente promesas hueras, y aunque unos cuantos países, como Gran Bretaña, Holanda, Francia y el norte escandinavo, tradujeron en medidas legislativas la igualdad de salario y de trato, demasiado a menudo no se exigió el cumplimiento de tales disposiciones o solo se consiguió a través de prolongados procesos judiciales. En Alemania occidental y Austria, las perspectivas eran aún peores a causa del arraigo del conservadurismo.

En términos generales, los combates en aras de la emancipación femenina y la igualdad de las mujeres confirmaron la crítica que hizo Calamandrei de la democracia de la posguerra: unas garantías formales de los derechos constitucionales significaban poco sin una acción política eficaz que las tomase reales. Eso es aplicable tanto a las Constituciones posdictatoriales de Europa meridional (España, Portugal y Grecia) como a los modelos previos desde 1945. Las Constituciones podían ofrecer plenos derechos políticos, pero sin igualdad en el Derecho privado y en la práctica comercial las mujeres continuaron subordinadas a los hombres. En los años sesenta y setenta, la lucha por el logro de semejante igualdad representó uno de los ejemplos más notables y persistentes de protesta social en Europa occidental. No se obtuvo la plena igualdad ni se ganaron muchos de los derechos que las mujeres exigían como necesarios para su protección y bienestar, pero quedó al descubierto y fue gradualmente reformada la base paternalista de las instituciones sociales. Como sucede a menudo, el punto de partida para la reforma en las democracias liberales residía en exponer la distancia que existía entre lo que prometían y lo que en realidad proporcionaban. […]


Mark Mazower, La Europa negra, Barlin Libros, València 2017, pp.374-376


En general, el activismo político giró progresivamente no en torno de las clases sino acerca de cuestiones de «identidad». En algún momento de la década de los setenta se recogió este término de la psicología social y se aplicó de manera indiscriminada u sociedades, naciones y grupos. Hacia los años ochenta había empezado, sin indicios de que fuera a concluir, un debate sobre la identidad «nacional», «cultural» y «sexual». El destacado teórico social Anthony Giddens aludió a la aparición de lo que denominó la «política de la vida», que aborda una serie de preocupaciones biológicas, emocionales y existenciales «reprimidas» por concepciones más tradicionales de la política, donde «el yo y el cuerpo se convierten en emplazamientos de una variedad de nuevas opciones en estilos de vida».

Mientras el avance de la clase obrera sufría un parón, progresaban nuevos grupos, en especial el movimiento feminista, que consiguió auténticos progresos. Es cierto que el desempleo masivo, la feminización de la pobreza y una creciente segregación laboral en una época de crisis económica socavaron la posición de las mujeres en todos los mercados laborales europeos. Los «techos de cristal» eran difíciles de atravesar y las élites profesionales, industriales y administrativas siguieron siendo abrumadoramente masculinas. Tardaban en cambiar las actitudes: en fecha tan tardía como 1988 Kohl trató de atraer a las electoras observando que «nuestras bellas mujeres son uno de los recursos naturales de Alemania».

Sin embargo, la reconsideración de los papeles sexuales, iniciada en la década de los sesenta, alcanzó su mayor impacto legislativo en los años setenta y ochenta, sobre todo en la Europa católica y ortodoxa. Se liberalizaron las leyes del divorcio y se reafirmó la igualdad de maridos y esposas. En Alemania occidental, la Ley del Matrimonio de 1977 eliminó la cláusula según la cual una mujer solo podía trabajar con permiso de su marido. En los años sesenta el matrimonio civil alcanzó vigencia legal en Grecia, y cuando España y Portugal emergieron de sus respectivas dictaduras las mujeres consiguieron nuevos derechos. También cobró impulso durante los años setenta el movimiento en favor de gays y lesbianas, y pese a la persistencia de una arraigada homofobia, que saltó a la superficie sobre todo al comienzo de la crisis del sida en los ochenta, las actitudes públicas y las políti¬cas oficiales cambiaron. Cada vez se consideraron más anacrónicas la penalización y la medicalización de la conducta sexual «desviada»: pero la mayoría de edad para las relaciones siguió siendo en muchos países superior para los gays que para los heterosexuales.

Estos cambios espectaculares indujeron a algunos comentaristas a anunciar la decadencia de la familia. No obstante, se trataba más bien del modo en que objetivos, significados y capacidad de atracción de esta institución social fundamental estaban siendo transformados. El propio matrimonio dejaba de ser una obligación para trocarse en opción. Fueron demandados, analizados y se convirtieron en materia de asesoramiento pericial de expertos el placer sexual, el amor y el afecto en la pareja, creándose medios para atender a quienes sufrían alguna incapacidad en tales aspectos. Mientras que el propio matrimonio solo perdía lentamente popularidad, se dis-pararon las tasas de divorcio (y de subsiguientes nupcias). «Vivir en pecado» pasó a ser cohabitación, e incluso el manual Etiquette and Modern Manners (Etiqueta y conductas modernas), de Debrett, juzgó necesario en 1981 orientar a las anfitrionas de la clase alta sobre el modo de abordar el caso de «quienes viven como amantes». Hacia el comienzo de la década de los noventa, ya no era seguro en la Europa del noroeste suponer que los hijos vivirían con dos pro-genitores naturales casados. La Europa meridional y católica tardó más en cambiar, pero incluso allí se tomaron más corrientes la cohabitación y el divorcio. Entre 1970 y 1990 se doblaron las tasas de nacimientos extramaritales en Alemania occidental, Portugal, Grecia y Austria; pasaron a ser más del triple en Gran Bretaña, Suecia, Noruega, Holanda y Francia.

La tecnología médica introdujo cambios ulteriores en la moral tradicional. La medicina de la reproducción permitía ya a las mu¬jeres solteras y a las parejas estériles la oportunidad de tener descendencia. Las técnicas anticonceptivas se hicieron cada vez más accesibles; y otro tanto sucedió con el aborto, ahora legalizado por doquier y accesible a voluntad a través del Estado del bienestar en gran parte de Europa. Los bancos de semen y los embriones congelados plantearon nuevos dilemas morales a los médicos y a la sociedad en general. Tener hijos se suele considerar todavía como el objetivo principal del matrimonio, pero cabía alcanzarlo sobre una base cada vez más individualista, en el momento y hasta cierto punto en la cantidad (aunque todavía no la calidad) que conviene a los aspirantes a la progenitura.

Desde este punto de vista, la responsabilidad del orden sexual se desplazaba del terreno público al particular y se convertía, cada vez más, en otro aspecto del consumo. […] simultáneamente se expandía el papel del Estado, a través de su interpretación de los derechos legales y de su dotación de servicios sanitarios, educacionales y asistenciales.

Mark Mazower, La Europa negra, Barlin Libros, València 2017, pp.420-421.