Hume: el sentiment moral/es
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Puede parecer sorprendente, y con razón, que en una época tan tardía un hombre encuentre necesario probar mediante un razonamiento elaborado que el Mérito personal consiste enteramente en la posesión de cualidades mentales útiles o agradables a la misma persona o a los demás. Podría esperarse que este principio se le habría ocurrido incluso a los primeros, rudos e inexpertos investigadores sobre la moral, y que se habría aceptado a partir de su propia evidencia, sin ninguna controversia o disputa. Todo lo que de alguna manera es valioso se clasifica de forma tan natural bajo la división de útil o agradable, lo utile o lo dulce, que no es fácil imaginar por qué deberíamos buscar más allá o considerarla cuestión como un asunto de investigaciones e indagaciones meticulosas. Y como todo lo que es útil o agradable tiene que poseer estas cualidades respecto a la misma persona o a los demás, la pintura o descripción completa del mérito parece realizarse de forma tan natural como el sol proyecta una sombra, o una imagen se refleja en el agua. [...]
Y así como en la vida cotidiana se admite que toda cualidad que resulta útil o agradable a nosotros mismos o a los demás es una parte del mérito personal, así ninguna otra se recibirá jamás donde los hombres juzguen las cosas de acuerdo con su razón natural y sin prejuicios, sin las interpretaciones sofísticas y engañosas de la superstición o la falsa religión. El celibato, el ayuno, la penitencia, la mortificación, la negación de sí mismo, la humildad, el silencio, la soledad y todo el conjunto de virtudes monásticas, ¿por qué razón son rechazadas en todas partes por los hombres sensatos, sino porque no sirven para nada; ni aumentan la fortuna de un hombre en el mundo, ni le convierten en un miembro más valioso de la sociedad, ni le cualifican para el solaz de la compañía, ni incrementan su poder de disfrutar consigo mismo? Observamos, a la inversa, que van en contra de todos estos fines deseables; embotan el entendimiento y endurecen el corazón; oscurecen la fantasía y agrian el temperamento. Por lo tanto, las transferimos con justicia a la columna opuesta y las colocamos en el catálogo de los vicios; y ninguna superstición tiene la fuerza suficiente entre los hombres de mundo para pervertir completamente estos sentimientos naturales. Un entusiasta melancólico e insensato puede ocupar después de su muerte un lugar en el calendario; pero casi nunca se le admitirá durante su vida en intimidad y sociedad, excepto por aquellos que sean tan delirantes y sombríos como él.
Parece una suerte que la presente teoría no entre en esa disputa ordinaria sobre los grados de la benevolencia o egoísmo que prevalecen en la naturaleza humana; una disputa que probablemente nunca se resolverá, tanto porque los hombres que han participado en la misma no se dejan convencer fácilmente, como porque los fenómenos que ambas partes pueden aducir son tan variados e inciertos, y están sujetos a tantas interpretaciones, que apenas es posible compararlos con exactitud, u obtener de ellos alguna conclusión o inferencia precisa. Para nuestro propósito presente basta, si es que se admite, lo que seguramente no puede cuestionarse sin caer en el mayor absurdo, que en nuestro pecho se ha infundido cierta benevolencia, por pequeña que sea; alguna chispa de amistad por la especie humana; que alguna partícula de la paloma forma parte de nuestra constitución, junto con los elementos del lobo y la serpiente. Supongamos que esos sentimientos generosos son muy débiles; que sean insuficientes para mover incluso una mano o un dedo de nuestro cuerpo; todavía deben dirigir las determinaciones de nuestro espíritu, y, cuando todo lo demás es igual, producir una fría preferencia por lo que es útil y sirve para algo a la humanidad sobre lo que resulta pernicioso y peligroso. Por lo tanto, inmediatamente surge una distinción moral; un sentimiento general de censura y aprobación; una tendencia, por débil que sea, hacia los objetos de la primera clase, y una aversión proporcional hacia los de la segunda. Y estos razonadores que, con tanta insistencia, mantienen el carácter predominantemente egoísta de la especie humana, de ningún modo se escandalizarán al oír de los débiles sentimientos de virtud implantados en nuestra naturaleza. [...]
La avaricia, la ambición, la vanidad, y todas las pasiones vulgarmente, aunque de forma impropia, comprendidas bajo la denominación de egoísmo, están aquí excluidas de nuestra teoría sobre el origen de la moral, no porque sean demasiado débiles, sino porque no tienen la orientación adecuada para este propósito. La noción de moral implica algún sentimiento común a toda la humanidad, que recomienda el mismo objeto a la aprobación general y hace que todos los hombres, o la mayoría de ellos, concuerden en la misma opinión o decisión sobre él. Implica también algún sentimiento tan universal y comprensivo como para abarcar a toda la humanidad y convertir las acciones y conductas, incluso de las personas más alejadas, en objeto de aplauso o censura según estén de acuerdo o en desacuerdo con esa regla de lo correcto que está establecida. Estas dos circunstancias imprescindibles pertenecen únicamente al sentimiento de humanidad sobre el que aquí se está insistiendo. Las otras pasiones producen en cada pecho muchos sentimientos poderosos de deseo y aversión, afecto y odio; pero ni se sienten tan en común, ni son tan comprensivas como para ser el fundamento de algún sistema general y teoría sólida de la censura o aprobación. [...]
Mientras que el corazón humano se componga de los mismos elementos que en el presente, nunca será completamente indiferente al bien público, ni permanecerá enteramente impasible respecto a la tendencia de los caracteres y las costumbres. Y aunque no se puede considerar generalmente que este sentimiento de humanidad sea tan fuerte como la vanidad o la ambición, sin embargo, al ser común a todos los hombres, sólo él puede ser el fundamento de la moral o de un sistema general de censura o alabanza. La ambición de un hombre no es la ambición de otro; y el mismo acontecimiento u objeto no resulta satisfactorio para ambos. Pero la humanidad de un hombre es la humanidad de todos, y el mismo objeto afecta a esta pasión en todas las criaturas humanas.