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Barnes: un experiment sobre l'autoritat/es

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En buena medida, la ciencia de la psicología social estudia la forma en que los individuos se ven influidos en su comportamiento por quienes les rodean. La psicología social estudia nuestra tendencia al conformismo y a la obediencia y sus consecuencias. La lectura de los escritos de psicología social resulta un tanto deprimente; es un largo catálogo de valores, creencias y acciones que se realizan y se ajustan con vistas a su aceptación social y para cumplir las exigencias de la autoridad.

Describiré brevemente uno de los experimentos clásicos de psicología social. Se trata de uno de una serie de experimentos que realizó Stanley Milgram hace casi treinta años, cuando intentaba analizar hasta qué punto las personas aceptan la autoridad. Estos experimentos y sus resultados han adquirido justa fama y es posible que muchos lectores ya los conozcan. Sin embargo, su interés es tal, que no creemos que le estemos prestando una desmedida atención. Todo el mundo debería conocer el trabajo de Milgram y en particular todos los científicos habrían de estar al tanto de sus descubrimientos.

Milgram intentó realizar sus experimentos en un grupo típico de la comunidad adulta, y lo cierto es que durante los años que duró su trabajo no encontró grandes variaciones en los resultados que dependieran de los sujetos elegidos. Básicamente sus resultados eran válidos, al parecer, tanto para hombres como para mujeres, jóvenes, viejos, ricos y pobres. Sin embargo, es importante señalar que Milgram realizó su estudio en la zona este de los Estados Unidos a comienzos de la década de los sesenta y que en el experimento concreto al que haré referencia los sujetos eran varones de entre veinte y cincuenta años de edad.

Milgram reclutó los sujetos por medio de un anuncio en el que solicitaba colaboradores para participar en un experimento científico. Los sujetos seleccionados llegaron a la Universidad de Yale, donde se les pagó una pequeña cantidad por sus servicios, conduciéndoseles luego al laboratorio de psicología. Allí les presentaron al científico que iba a realizar el experimento y les explicaron con todo detalle en qué consistía y qué era lo que se esperaba de ellos.

El experimento se describió como un estudio de los efectos del castigo en el aprendizaje. El sujeto actuaría como profesor que debía poner un test memorístico a otro sujeto, el alumno. El profesor administraría castigos graduados al alumno: cuando éste no consiguiera dar la respuesta correcta, recibiría un castigo que sería cada vez más severo conforme se fueran sucediendo los fallos. Se situó al alumno en una habitación contigua a la del profesor, sentado en una silla conectado a unos cables, de forma que el castigo consistiría en una descarga eléctrica. Se proveyó al profesor de los instrumentos necesarios para administrar las descargas, una serie de treinta interruptores que permitían aplicar descargas desde 0 hasta 450 voltios, con intervalos de 15 voltios. El profesor recibió una descarga de 45 voltios para que conociera la desagradable sensación que producía y para comprobar que el instrumental funcionaba correctamente. A continuación, se le dejó solo para que administrara descargas cada vez más fuertes al alumno, cuando éste diera respuestas incorrectas.

No hace falta decir que el experimento pretendía, realmente, investigar no el efecto del castigo sobre la memoria, sino hasta qué punto unas personas estaban dispuestas a castigar a otras. En realidad, el alumno, víctima de los supuestos castigos, no recibía ningún tipo de descarga y actuaba como cómplice del director del experimento. El auténtico sujeto del experimento era el profesor, el único centro de la curiosidad científica. La cuestión que se quería averiguar era cuántos interruptores sería capaz de pulsar conforme el alumno iba dando una respuesta incorrecta tras otra, al test memorístico.

El único incentivo para seguir con las descargas, cada vez más fuertes, procedía del director del experimento. Cuando algún sujeto dudaba y le preguntaba, afirmaba que el experimento debía continuar. Lo indicaba utilizando un número limitado de expresiones de autoridad y de mando. La más contundente de estas expresiones era: «No tiene elección, debe continuar». Naturalmente, las expresiones se emitían de una forma neutra, sin emoción ni gestos de amenaza.

¿Cuáles eran los posibles frenos para que el sujeto dejara de pulsar los interruptores o, al menos, el de los 450 voltios? Eran de dos tipos. En primer lugar, en el generador de descargas se indicaba claramente el voltaje que correspondía a cada uno de los interruptores, de forma que el sujeto sabía perfectamente que el tercero de los treinta interruptores había sido el causante de su propia experiencia desagradable; asimismo, en determinados puntos de la secuencia de treinta interruptores aparecían mensajes con las palabras «descarga fuerte» y «peligro: descarga muy fuerte». En segundo lugar, el sujeto podía escuchar cómo el alumno emitía sonidos de dolor en la habitación de al lado. Al llegar a los 75 voltios se escuchaban quejidos y gruñidos; en los 150 voltios, gritos para que interrumpieran las descargas; en los 180 voltios, afirmaciones de que el dolor era insoportable; en los 300 voltios, la negativa a seguir participando en el experimento y la petición de que lo liberaran; a partir de los 330 voltios el alumno gritaba a cada nueva descarga.

¿Hasta qué punto avanzaría un sujeto típico en esta increíble carrera de obstáculos? Se podría pensar que no llegaría muy lejos, si es que estaba dispuesto a comenzar. Milgram planteaba esta misma pregunta a su audiencia cuando explicaba el experimento: explicaba el experimento y luego solicitaba una predicción de los resultados antes de divulgarlos. Todo el mundo se mostraba de acuerdo en que prácticamente nadie completaría el experimento y en que la mayor parte de los sujetos abandonarían antes de llegar a la mitad. Cuando Milgram solicitó la opinión de los «expertos», psiquiatras de una escuela de medicina de los Estados Unidos, la respuesta fue que menos del 20% de los sujetos llegaría hasta la mitad y que menos de un sujeto de cada mil pulsaría el último interruptor, completando el experimento.

De hecho, las predicciones de los «expertos» resultaron más erróneas que las de las personas «menos cualificadas». Los resultados que arrojó el experimento fueron que casi el 80% de los sujetos había llegado hasta la mitad del experimento y que más del 60% había pulsado el último interruptor.

Estos resultados son verdaderamente sorprendentes. Es importante meditar sobre ellos por un momento para impedir que la imaginación intente minimizarlos o evite afrontarlos en todo su significado. El 60% de los sujetos, el 60% de los grupos de individuos que representaban a sectores totalmente normales de la población norteamericana, habían completado el experimento. Cada uno de ellos había infligido –así lo creían– treinta descargas eléctricas a otras personas. Cada uno de ellos había ignorado una advertencia visual de peligro y las sucesivas protestas de los afectados. Cada uno de ellos había provocado gritos de agonía en siete ocasiones. Y eso se había hecho de forma voluntaria, sin amenaza ni coacción física, sin que nada impidiera al sujeto interrumpir el experimento.

El propio Milgram se sintió sorprendido ante tal grado de obediencia. En los primeros experimentos, cuando esperaba encontrar un número muy reducido de personas extraordinariamente obedientes, no había incorporado ninguna reacción oral, pero «ante la ausencia de protestas por parte del alumno, prácticamente todos los sujetos obedecían la orden y continuaban el experimento hasta pulsar el último interruptor». Milgram tuvo que incorporar deliberadamente las protestas y los gritos de la víctima para inducir, al menos a una minoría de sujetos, a desobedecer al director del experimento. Lo hizo así porque inicialmente le interesaba averiguar si existían diferencias importantes entre las personas obedientes y las menos obedientes. Sin embargo, lo cierto es que este aspecto del trabajo de Milgram resultó mucho menos interesante que sus implicaciones respecto al comportamiento general de las personas.

La segunda guerra mundial y, en especial, las atrocidades sistemáticas perpetradas por los alemanes durante el conflicto, influyeron poderosamente sobre Milgram cuando elaboró su programa de experimentos. En el curso de la guerra muchas personas se levantaban todas las mañanas y realizaban sus tareas en los campos de concentración y exterminio. Otros participaban todos los días en la fabricación del equipo y de los instrumentos necesarios en esos campos: las cámaras de gas, las sustancias letales. La actividad de producir la muerte a gran número de individuos inocentes e indefensos lo más rápidamente posible se convirtió para gente en el trabajo rutinario de cada día. El hedor de los cuerpos quemados pasó a ser un componente del ambiente de trabajo y procesar estos cuerpos pasó a ser un componente de la economía. Una vez que la mente humana afrontaba ese hecho, tenía que preguntarse: ¿Cómo era eso posible? ¿Cómo podía la gente vivir una vida en la que no sólo existían esas prácticas sino que consistía realmente en llevar a cabo tales atrocidades?

Algunos de los protagonistas proporcionaron, después de la guerra, posible respuestas a este interrogante, cuando intentaron exculparse de cuando había ocurrido en los campos de exterminio. Afirmaron que se habían limitado a obedecer órdenes. La responsabilidad corresponde a quienes habían impartido esas órdenes; ellos se habían limitado a hacer lo que les decían. Este tipo de afirmaciones no se aceptaron nunca como excusas después de la guerra (naturalmente, por parte de los enemigos), pero sí se analizaron seriamente como posibles explicaciones. Tal vez existía un tipo determinado de persona especialmente susceptible a la autoridad y que estaría dispuesta a realizar cualquier trabajo, por abominable que pudiera ser, cuando se lo ordenara una autoridad legítima. Tal vez los campos de concentración alemanes habían podido reclutar un número suficiente de individuos con ese tipo de personalidad, lo cual había permitido que funcionaran sin dificultad. Si esto era así, la existencia de esa clase de personas era un hecho de gran importancia social y política y su identificación era una tarea de la máxima urgencia.

Los experimentos de Milgram fueron ideados para identificar a ese tipo de personas y dar alguna indicación sobre su número y distribución. Creo que se puede afirmar que, en este sentido, se realizaron con éxito.