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Th. H. Huxley: l'agnosticisme/es

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Mirando hacia atrás, casi cincuenta años lejos, me veo como un muchacho, cuya educación se ha visto interrumpida y que, intelectualmente, quedó, durante algunos años, a merced de su propio ingenio. Era, por aquel entonces, un voraz lector omnívoro; un soñador amante de especulaciones, dotado del coraje que lleva a interesarse por cualquier tema, que es la bendita compensación de la juventud y la inexperiencia. Entre los libros y los ensayos que leí por aquella época, que abarcaban cualquier cuestión desde la metafísica a la heráldica, dos dejaron una impresión indeleble en mi mente. Uno fue la Historia de la civilización, de Guizot, el otro el ensayo de Sir William Hamilton Sobre la filosofía de lo incondicionado. Este último era una lectura rara para un muchacho de mi edad y es posible que no comprendiera buena parte del mismo; sin embargo, lo devoré con avidez y dejó grabada en mi mente la intensa convicción de que los hombres siempre están dispuestos a decir ingeniosas frases como respuesta, hasta en las cuestiones más solemnes e importantes, y que la limitación de nuestras posibilidades hace que, para estas cuestiones, la respuesta no sea sólo imposible de hecho, sino teóricamente inconcebible.

Cuando llegué a la madurez intelectual y empecé a preguntarme a mí mismo si era ateo, o teísta, o panteísta, materialista o idealista, cristiano o libre pensador, vi que cuanto más aprendía y reflexionaba sobre estas cosas menos dispuesto estaba a dar una repuesta. Hasta que, al fin, llegué a la conclusión de que yo no tenía arte ni parte en ninguna de estas denominaciones, excepto la última. La única cosa en que estaba de acuerdo la mayoría de aquella buena gente era la única cosa en que yo me consideraba distinto. Ellos tenían la absoluta certeza de que habían alcanzado una cierta gnosis, con mayor o menor éxito habían solucionado el problema de la existencia; mientras que personalmente estaba totalmente cierto de que yo no y bastante convencido de que el problema era insoluble. Teniendo a Hume y a Kant de mi lado, no me podía considerar presuntuoso en dejarme llevar por esta opinión.

Ésta era mi situación cuando tuve la buena suerte de que se me concediera ocupar un sitio entre los miembros de esta notable confraternidad de antagonistas, ya hace tiempo desaparecida, pero de perenne y piadosa memoria, la Sociedad Metafísica. Allí se hallaban representadas todas las variedades de opiniones filosóficas y teológicas, que podían manifestarse con total franqueza. La mayoría de mis colegas pertenecían a un «ismo» de un signo u otro; y, por más amables y amistosos que pudieran ser, yo, que carecía de toda etiqueta que ponerme encima, no lograba liberarme de ciertos incómodos sentimientos, parecidos a los que posiblemente tuvo la zorra de la historia cuando, tras liberarse de la trampa en que había quedado prendida su cola, se presentó ante sus compañeros debidamente dotados. Debido a esto, reflexioné e inventé el que imaginaba era el título adecuado de «agnóstico». Me vino a la mente como sugerentemente antitético del de «gnóstico» de la historia de la Iglesia, que tanto saber profesaba de lo mismo que yo tanto ignoraba. Aproveché la primera oportunidad que tuve de exponerlo ante nuestra Sociedad, para mostrar que también yo tenía cola como las restantes zorras. Para gran satisfacción mía, el término cuajó; y cuando el «Spectator» lo apadrinó, desapareció por completo, de las mentes de la gente respetable, cualquier sospecha que pudiera haber despertado en ellas el hecho de haber sabido quién le había dado origen.

Ésta es la historia del origen del término agnóstico y agnosticismo.