Lacan: l'anamnesi i l'inconscient/es
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- la anámnesis y el inconsciente
Si dirigimos ahora nuestra mirada al otro extremo de la experiencia psicoanalítica –a su historia, a su casuística, al proceso de la cura–, hallaremos motivo de oponer al análisis del hic et nunc el valor de la anamnesis como índice y como resorte del progreso terapéutico, a la intersubjetividad obsesiva la intersubjetividad histérica, al análisis de la resistencia la interpretación simbólica. Aquí comienza la realización de la palabra plena.
Examinemos la relación que ésta constituye.
Recordemos que el método instaurado por Breuer y por Freud fue, poco después de su nacimiento, bautizado por una de las pacientes de Breuer, Anna O., con el nombre de «talking cure». Recordemos que fue la experiencia inaugurada con esta histérica la que les llevó al descubrimiento del acontecimiento patógeno llamado traumático.
Si este acontecimiento fue reconocido como causa del síntoma, es que la puesta en palabras del uno (en las «stories» de la enferma) determinaba el levantamiento del otro. Aquí el término «toma de conciencia», tomado de la teoría psicológica de ese hecho que se elaboró en seguida, conserva un prestigio que merece la desconfianza que consideramos como de buena regla respecto de las explicaciones que hacen oficio de evidencias. los prejuicios psicológicos de la época se oponían a que se reconociese en la verbalización como tal otra realidad que la de su flatus vocis. Queda el hecho de que en el estado hipnótico está disociada de la toma de conciencia y que esto bastaría para hacer revisar esa concepción de sus efectos.
Pero ¿cómo no darían aquí el ejemplo los valientes de la Aufhebung behaviorista, para decir que no tienen por qué conocer si el sujeto se ha acordado de cosa alguna? Únicamente ha relatado el acontecimiento. Diremos por nuestra parte que lo ha verbalizado, o para desarrollar este término cuyas resonanciasen francés [como en español] evocan una figura de Pandora diferente de la de la caja donde habría tal vez que volverlo a encerrar, lo ha hecho pasar al verbo, o más precisamente al epos en el que se refiere en la hora presente los orígenes de su persona. Esto en un lenguaje que permite a su discurso ser entendido por sus contemporáneos, y más aún que supone el discurso presente de éstos. Así es como la recitación del epos puede incluir un discurso de antaño en su lengua arcaica, incluso extranjera, incluso proseguirse en el tiempo presente con toda la animación del actor, pero es a la manera de un discurso indirecto, aislado entre comillas en el curso del relato y, si se representa, es en un escenario que implica no sólo coro, sino espectadores.
La rememoración hipnótica es sin duda reproducción del pasado, pero sobre todo representación hablada y que como tal implica toda suerte de presencias. Es a la rememoración en vigilia de lo que en el análisis se llama curiosamente «el material», lo que el drama que produce ante la asamblea de los ciudadanos los mitos originales de la Urbe es a la historia que sin duda está hecha de materiales, pero en la que una nación de nuestros días aprende a leer los símbolos de un destino en marcha. Puede decirse en lenguaje heideggeriano que una y otra constituyen al sujeto como gewesend, es decir como siendo el que así ha sido. Pero en la unidad interna de esta temporalización, el siendo (ens) señala la convergencia de los habiendo sido. Es decir que de suponer otros encuentros desde uno cualquiera de esos momentos que han sido, habría nacido de ello otro ente que le haría haber sido de manera totalmente diferente.
La ambigüedad de Ia revelación histérica del pasado no proviene tanto del titubeo de su contenido entre lo imaginario y lo real, pues se sitúa en lo uno y en lo otro. No es tampoco que sea embustera. Es que nos presenta el nacimiento de la verdad en la palabra, y que por eso tropezamos con la realidad de lo que no es ni verdadero ni falso. Por lo menos esto es lo más turbador de su problema.
Pues de la verdad de esta revelación es la palabra presente la que da testimonio en la realidad actual, y la que la funda en nombre de esta realidad. Ahora bien, en esta realidad sólo la palabra da testimonio de esa parte de los poderes del pasado que ha sido apartada en cada encrucijada en que el acontecimiento ha escogido.
Por eso la condición de continuidad en la anamnesia, en la que Freud mide la integridad de la curación, no tiene nada que ver con el mito bergsoniano de una restauración de la duración en que la autenticidad de cada instante sería destruida de no resumir la modulación de todos los instantes antecedentes. Es que no se trata para Freud ni de memoria biológica, ni de su mistificación intuicionista, ni de la paramnesia del síntoma, sino de rememoración, es decir de historia, que hace descansar sobre el único fiel de las certidumbres de fecha la balanza en la que las conjeturas sobre el pasado hacen oscilar las promesas del futuro. Seamos categóricos, no se trata en la anamnesia psicoanalítica de realidad, sino de verdad, porque es el efecto de una palabra plena reordenar las contingencias pasadas dándoles el sentido de las necesidades por venir, tales como las constituye la poca libertad por medio de la cual el sujeto las hace presentes.
Los meandros de la búsqueda que Freud prosigue en la exposición del caso del «hombre de los lobos» confirman estas expresiones por tomar en ellas su pleno sentido.
Freud exige una objetivación total de la prueba mientras se trata de fechar la escena primitiva, pero supone sin más todas las resubjetivaciones del acontecimiento que le parecen necesarias para explicar sus efectos en cada vuelta en que el sujeto se reestructura, es decir otras tantas reestructuraciones del acontecimiento que se operan, como él lo expresa, nachträglich, retroactivamente. Es más, con una audacia que linda con la desenvoltura, declara que considera legítimo hacer en el análisis de los procesos la elisión de los intervalos de tiempo en que el acontecimiento permanece latente en el sujeto. Es decir que anula los tiempos para comprender en provecho de los momentos de concluir que precipitan la meditación del sujeto hacia el sentido que ha de decidirse del acontecimiento-original.
Observemos que el tiempo para comprender y el momento de concluir son nociones que hemos definido en un teorema puramente lógico, y que son familiares a nuestros alumnos por haberse mostrado muy propicias al análisis dialéctico por el cuallos guiamos en el proceso de un psicoanálisis.
Es ciertamente esta asunción por el sujeto de su historia, en cuanto que está constituida por la palabra dirigida al otro, la que forma el fondo del nuevo método al que Freud da el nombre de psicoanálisis, no en 1904, como lo enseñaba no ha mucho una autoridad que, por haber hecho a un lado el manto de un silencio prudente, mostró aquel día no conocer de Freud sino el título de sus obras, sino en 1895.
Al igual que Freud, tampoco nosotros negamos, en este análisis del sentido de su método, la discontinuidad psico-fisiológica que manifiestan los estados en que se produce el síntoma histérico, ni que éste pueda ser tratado por métodos –hipnosis, incluso narcosis– que reproducen la discontinuidad de esos estados. Sencillamente, y tan expresamente como él se prohibió a partir de cierto momento recurrir a ellos, desautorizamos todo apoyo tomado en esos estados, tanto para explicar el síntoma como para curarlo.
Porque si la originalidad del método está hecha de los medios de que se priva, es que los medios que se reserva bastan para constituir un dominio cuyos límites definen la relatividad de sus operaciones.
Sus medios son los de la palabra en cuanto que confiere a las funciones del individuo un sentido; su dominio es el del discurso concreto en cuanto campo de la realidad transindividual del sujeto; sus operaciones son las de la historia en cuanto que constituye la emergencia de la verdad en lo real.
Primeramente en efecto, cuando el sujeto se adentra en el análisis, acepta una posición más constituyente en sí misma que todas las consignas con las que se deja más o menos engañar: .a de la interlocución, y no vemos inconveniente en que esta observación deje al oyente confundido. Pues nos dará ocasión de subrayar que la alocución del sujeto supone un «alocutario», dicho de otra manera que el locutor se constituye aquí como intersubjetividad.
En segundo lugar, sobre el fundamento de esta interlocución, en cuanto incluye la respuesta del interlocutor, es como el sentido se nos entrega de lo que Freud exige como restitución de la continuidad en las motivaciones del sujeto. El examen operacional de este objetivo nos muestra en efecto que no se satisface sino en la continuidad intersubjetiva del discurso en donde se constituye la historia del sujeto.
Así es como el sujeto puede vaticinar sobre su historia bajo el efecto de una cualquiera de esas drogas que adormecen la conciencia y que han recibido en nuestro tiempo el nombre de «sueros de la verdad», en que la seguridad en el contrasentido delata la ironía propia del lenguaje. Pero la retransmisión misma de su discurso registrado, aunque fuese hecha por la boca de su médico, no puede, por llegarle bajo esa forma enajenada, tener los mismos efectos que la interlocución psicoanalítica.
Por eso es en la posición de un tercer término donde el descubrimiento freudiano del inconsciente se esclarece en su fundamento verdadero y puede ser formulado de manera simple en estos términos:
El inconsciente es aquella parte del discurso concreto en cuanto transindividual que falta a la disposición del sujeto para restablecer la continuidad de su discurso consciente.
Así desaparece la paradoja que presenta la noción del inconsciente, si se la refiere a una realidad individual. Pues reducirla a la tendencia inconsciente sólo es resolver la paradoja, eludiendo la experiencia que muestra claramente que el inconsciente participa de las funciones de la idea, incluso del pensamiento. Como Freud lo subraya claramente, cuando, no pudiendo evitar del pensamiento inconsciente la conjunción de términos contrariados, le da el viático de esta invocación: sit venia verbo. Así pues le obedecemos echándole la culpa al verbo, pero a ese verbo realizado en el discurso que corre como en el juego de la sortija de boca en boca para dar al acto del sujeto que recibe su mensaje el sentido que hace de ese acto un acto de su historia y que le da su verdad.
Y entonces la objeción de contradicción in terminis que eleva contra el pensamiento inconsciente una psicología mal fundada en su lógica cae con la distinción misma del dominio psicoanalítico en cuanto que manifiesta la realidad del discurso en su autonomía y el eppur si muove! del psicoanalista coincide con el de Galileo en su incidencia, que no es la de la experiencia del hecho sino la del experimentum mentis
El inconsciente es ese capítulo de mi historia que está marcado por un blanco u ocupado por un embuste: es el capítulo censurado. Pero la verdad puede volverse a encontrar; lo más a menudo ya está escrita en otra parte. A saber:
-en los monumentos: y esto es mi cuerpo, es decir el núcleo histérico de la neurosis donde el síntoma histérico muestra la estructura de un lenguaje y se descifra como una inscripción que, una vez recogida, puede sin pérdida grave ser destruida;
-en los documentos de archivos también: y son los recuerdos de mi infancia, impenetrables tanto como ellos, cuando no conozco su proveniencia;
-en la evolución semántica: y esto responde al stock y a las acepciones del vocabulario que me es particular, como al estilo de mi vida y a mi carácter;
-en la tradición también, y aun en las leyendas que bajo forma heroificada vehiculan mi historia;
-en los rastros, finalmente, que conservan inevitablemente las distorsiones, necesitadas para la conexión del capítulo adulterado con los capítulos que lo enmarcan, y cuyo sentido restablecerá mi exégesis.
El estudiante que tenga la idea –lo bastante rara, es cierto, como para que nuestra enseñanza se dedique a propagarla– de que para comprender a Freud, la lectura de Freud es preferible a la del señor Fenichel, podrá darse cuenta emprendiéndola de que lo que acabamos de decir es tan poco original, incluso en su fraseo, que no aparece en ello ni una sola metáfora que la obra de Freud no repita con la frecuencia de un motivo en que se transparenta su trama misma.
Podrá entonces palpar más fácilmente, en cada instante de su práctica, como a la manera de la negación que su redoblamiento anula, estas metáforas pierden su dimensión metafórica, y reconocerá que sucede así porque él opera en el dominio propio de la metáfora que no es sino el sinónimo del desplazamiento simbólico, puesto en juego en el síntoma.