Ayer, A. J.: l'anàlisi filosòfica/es
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La única contribución legítima que el filósofo puede aspirar a realizar sobre el avance del conocimiento es comprometiéndose con el análisis filosófico.
Aunque ésta es una opinión que ha llegado a ser ampliamente aceptada, al menos en los países de habla inglesa, entre los que la suscriben no hay un acuerdo generalizado respecto a en qué consiste el análisis filosófico. En efecto, creo que es posible distinguir por lo menos ocho actividades distintas que figuran bajo este encabezamiento general. Concluiré aquí diciendo algo sobre cada una de ellas.
La más formal de estas actividades, y la más íntimamente ligada a la ciencia, es aquella en la que el análisis consiste en la descripción estructural, quizás incluso en la axiomatización de una teoría científica. No es ampliamente practicada porque la combinación del conocimiento científico y la habilidad lógica requeridos es rara. Un buen ejemplo se encuentra en la axiomatización del profesor Woodger de una parte de la biología.
Un segundo y quizá más fructífero procedimiento es precisar términos que desempeñan un papel importante en el discurso científico o cotidiano. Ejemplos de esto son la definición de Tarski de la verdad, los trabajos de Reichenbach sobre el concepto de probabilidad, y los intentos de Carnap y Hempel de desarrollar una teoría formal de la confirmación. La idea es tomar un concepto que puede ser utilizado vaga o ambiguamente en el habla ordinaria, si es necesario descomponerlo en otros conceptos diferentes, y entonces, mediante el uso de métodos formales, definir un término o un conjunto de términos que den una interpretación más aguda del sentido del concepto que se pretende reemplazar.
En tercer lugar, el análisis puede tomar la forma de mostrar que ciertas clases de expresiones lingüísticas pueden ser radicalmente transformadas o eliminadas por completo. Aquí estoy pensando en cosas tales como la teoría de las descripciones de Russell, [...]. El motivo de tales proyectos puede ser el de soslayar cierta perplejidad provocada por el uso de las expresiones sobre las que se opera. Así, Russell se sentía perplejo ante el hecho de que expresiones aparentemente referenciales como «el actual rey de Francia» podían tener significado aunque no denotaran nada. Y se liberó de la dificultad probando que las oraciones típicas en las que estas expresiones se emplean podían ser reformuladas de tal modo que desapareciera la apariencia engañosa de referencia. [...]
Una variante de este procedimiento, importante como para merecer un puesto por sí misma, es lo que se denomina análisis reductivo. Es el intento de eliminar un supuesto tipo de entidades en favor de entidades de otro tipo que se piensa que poseen mayor asiento en la realidad. Por ejemplo, es plausible sostener que las naciones no existen independientemente de los individuos que las integran. La reducción consistiría en mostrar cómo todo lo que queremos decir sobre una nación puede ser reformulado bajo la forma de enunciados sobre sus miembros. Un ejemplo más interesante, pero también más dudoso, es el intento de reducir la mente a materia, o la materia a mente. Hay filósofos, como mi colega el profesor Ryle, que dicen que no hay tales cosas como procesos mentales por encima del hecho de que la gente se comporta o está dispuesta a comportarse de tal y tal modo. Por otro lado están los fenomenalistas, quienes sostienen que los objetos físicos son reducibles a datos sensoriales. [...]
Un quinto tipo de análisis consiste en la diferenciación de distintos tipos de enunciados, no respecto a los objetos a los que se refieren, sino respecto a la función que desempeñan. La cuestión de la naturaleza de los juicios morales (por ejemplo, si puedo decir con propiedad que sean verdaderos o falsos) cae en este apartado. Una notable y reciente contribución a esta forma de análisis es el descubrimiento por parte del profesor Austin de lo que él ha llamado enunciados «realizativos» [performative statements]. Estos enunciados no informan de actividades, sino que ayudan a que éstas se lleven a cabo. Por ejemplo, el juez que sentencia a prisión no está prediciendo que el convicto irá a prisión, sino que está contribuyendo a que esto ocurra. Decir «Yo prometo» en las circunstancias apropiadas no es informar de que uno va a hacer una promesa, sino hacerla realmente.
El profesor Austin fue en gran parte el responsable de una variedad del análisis que consiste en un examen meticuloso de los modos en que las palabras inglesas, o las de algún otro lenguaje natural, realmente son usadas. Este tipo de filosofía lingüística, como dio en llamarse, ya no está de moda ni siquiera en Oxford, donde arraigó más profundamente. Pero puede ser valiosa en ciertos campos como la filosofía del derecho.
Un aspecto que la moda de la filosofía lingüística contribuyó a enfatizar fue que no todas las explicaciones del uso de los conceptos se resuelven en definiciones. Por ejemplo, uno podría ponerse a elucidar el concepto de memoria no definiéndolo, sino señalando aspectos como que el recuerdo no entraña necesariamente la presencia de una imagen de memoria, o que incluso cuando tales imágenes se dan, el papel que juegan es irrelevante desde un punto de vista lógico. Gran parte de lo que se conoce como filosofía de la mente consiste en avanzar consideraciones de este tipo. Tales explicaciones informales configuran mi séptima categoría.
Por último, queda el enfoque de Wittgenstein y sus seguidores, que ven la filosofía como un intento de librarnos de las perplejidades en las que caemos cuando malinterpretamos las funciones de nuestro lenguaje. Mediante una conveniente selección de ejemplos se intenta exponer ingenuas suposiciones como que las cosas a las que se les aplica un nombre común necesariamente poseen una cualidad común o que palabras como «proponerse» o «pretender» representan actos mentales. En las mano de Wittgenstein este método puede resultar esclarecedor, lo que no puede decirse siempre de sus imitadores.