Abelard, Pere: de com caigut en l'amor d'Heloïsa.../es
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< Recurs:Abelard, Pere: de com caigut en l'amor d'Heloïsa...La revisió el 15:33, 14 juny 2018 per Jorcor (discussió | contribucions) (Es crea la pàgina amb «Había por cierto en la misma ciudad de París una joven, de nombe Eloísa, sobrina de cierto canónigo llamado Fulberto, el cual, se había esforzado, con tanta dilig...».)
Había por cierto en la misma ciudad de París una joven, de nombe Eloísa, sobrina de cierto canónigo llamado Fulberto, el cual, se había esforzado, con tanta diligencia como amor sentía por ella, en procurarle todo cuanto pudiera hacerla progresar en el conocimiento de las letras. La joven, que no dejaba de ser hermosa de aspecto, lo era aún más por sus muchos conocimientos. Y cuanto más raro se juzga este don de la ciencia en las mujeres, tanto más renombre daba a la joven, famosa ya en todo el reino. En ella pensé, vistas todas las cosas que suelen desear los amantes, como en la más indicada para unirme en amores, cosa que a la verdad juzgué fácil de llevar a la práctica. Era tanta mi fama entonces, y tanta mi juventud y belleza, que para nada temía verme rechazado por la mujer a la que hiciera digna de mi amor. Tanto más creía que iba a serme fácil que aquella niña me correspondiera cuanto más cosas sabía de su amor por las letras y sus ganas de aprender; distantes, podríamos estar presentes enviándonos cartas y expresar sentimientos más audaces escribiendo que hablando y, de esta manera, mantener siempre agradables coloquios.
Inflamado, pues, de amor por la muchacha, busqué la manera de intimar con ella tratándola de un modo doméstico y cotidiano, para así más fácilmente llegar a un acuerdo. Para conseguirlo, procuré convencer a su tío, del que ya he hablado, y por mediación de algunos amigos suyos, de que, al precio que fuera, me aceptara en su casa, próxima por cierto a mi escuela, manifestándole que el trajín doméstico que allí había hacía muy difíciles mis estudios y que los muchos gastos me hacían la vida difícil. El hombre era muy avaro y, respecto de su sobrina, nada deseaba más que hiciera siempre grandes progresos en los estudios. Conseguido fácilmente su permiso por estas dos circunstancias, obtuve lo que deseaba, pues él quería con ganas dinero y creía que su sobrina algo iba a aprender con mis enseñanzas. Insistió en esto el hombre con tal vehemencia, dándome más de cuanto había esperado, que no hizo sino dar facilidades al amor al confiar la joven por entero a mi magisterio, y exhortarme a que, siempre que volviera yo de la escuela, de noche o de día, me dedicara a enseñarla y hasta castigarla severamente si ella mostraba negligencia. Tanta simpleza me dejó no sólo terriblemente sorprendido sino también no menos pasmado, para mis adentros, que si hubiera entregado a un lobo hambriento una tierna ovejita. Me la entregaba, no sólo para que la instruyera, sino también para que la castigara de forma severa: ¿qué hacía, pues, sino dar vía libre a mis deseos y entregarme la ocasión, aún sin quererlo yo mismo, de doblegarla más fácilmente con amenazas y castigos, cuando no bastaran los halagos? Pero había dos cosas que lo alejaban de una sospecha vergonzosa: el amor a su sobrina y mi antigua fama de célibe.
¿Y qué más? Primero nos unimos por el hecho de vivir en la misma casa, luego nos unió la pasión. Con la ocasión, pues, de practicar las letras, nos entregábamos por entero al amor, y el estudio de la lección nos ofrecía los retiros secretos que el amor deseaba. Abiertos los libros, sobre ellos caían más palabras de amor que de la lección y más eran los besos que las sentencias. Más veces a los pechos que a los libros iban las manos, más veces podía el amor reflejarse en los ojos que la lección atraerlos a las letras. Y para despertar menos sospechas, el amor, no el furor, el cariño, no la ira, se atrevía con unos pocos azotes que resultaban más suaves que los mejores ungüentos. Y, ¿qué más? Que nada nos ahorramos como amantes, y si algo insólito pudo imaginar el amor, lo añadimos, y cuanto menos experiencia teníamos de aquellos goces con tanto más ardor insistíamos en ellos y menos hastío nos daban.
Por mi parte, cuanto más me entregaba al placer, menos tiempo podía dedicar a la filosofía y menos me entregaba a la escuela. Me aburría intensamente ir a la escuela o tener que quedarme en ella, a la vez que se me hacía enojoso no poder, por causa del amor, dormir de noche o estudiar de día. Al leer los textos, me sentía tan negligente y tibio, que ya no hablaba desde mi ingenio, sino desde la costumbre, y no era más que un repetidor de lo que otros habían inventado, y si algo podía inventar habían de ser versos de amor, no secretos filosóficos; muchos de estos versos, como muy bien sabes, todavía los recitan y los cantan por los pueblos sobre todo quienes llevan una vida feliz como era la nuestra. Pero no es fácil imaginar siquiera también cuánta tristeza, cuántas quejas y lamentos expresaron los alumnos de mi escuela, cuando supieron en qué me ocupaba y con qué perturbaba mi ánimo.
A pocos, en efecto, podía engañar algo tan manifiesto; a nadie, pienso, salvo a aquel a cuyo deshonor más atañía, esto es, al tío de la niña. Aunque alguna vez algunos se lo habían sugerido, no podía dar crédito al anuncio, ya sea, como dije, por el gran afecto que sentía por su sobrina, ya sea por la continencia que hasta entonces se me atribuía. No es fácil, ciertamente, sospechar torpezas de quienes queremos mucho, ni tampoco puede haber mancha de torpe sospecha en el amor vehemente. Por esto dice san Jerónimo en su carta a Sabiniano (Epístola 148): «Solemos enterarnos los últimos de las malas noticias de nuestra casa e ignoramos los vicios de nuestros hijos y cónyuges, que los vecinos proclaman a los vientos. Pero, aquello de que nos enteramos los últimos finalmente se sabe, y lo que todos saben no es fácil ocultárselo a uno solo.» Esto es lo que nos ocurrió, pasados unos pocos meses.
¡Y qué dolor, cuando lo supo el tío! ¡Cómo sufrieron los amantes al tener que separarse! ¡Cuánta vergüenza y cuánta confusión! ¡Cuánta tristeza añadí al dolor de la muchacha! ¡Qué angustia tuvo ella que soportar por mi vergüenza! Ninguno se quejaba por lo que le pasaba, sino por lo que al otro acaecía; no llorábamos nuestra desgracia, sino la del otro. Separar nuestros cuerpos unía aún más nuestras almas, y más se encendía el amor negándole el alimento; pasada ya la vergüenza, la pasión nos hacía más desvergonzados y tanto menos mostraba vergüenza la pasión cuanto más correcto nos parecía lo hecho. Nos pasó lo que la fábula poética cuenta que ocurrió a Marte y Venus cuando fueron descubiertos. Pero, poco después, la muchacha supo que se hallaba encinta y, contenta, al instante me lo contó por escrito, preguntando qué creía yo que debíamos hacer. Cierta noche, por tanto, en ausencia de su tío, y según habíamos decidido, la saqué a escondidas de su casa y la llevé de inmediato a mi patria; allí se alojó en casa de mi hermana hasta dar a luz a un niño, a quien puso por nombre Astrolabio.
Sin embargo, casi enloqueció su tío después de que ella se fuera; cuánto dolor tuvo que soportar y cuánta vergüenza le afligía, nadie que no haya pasado por lo mismo puede siquiera entreverlo. Pero no sabía qué iba a hacer contra mí ni que insidias quería tenderme. Tanto si me mataba como si me hería, lo que más temía él era el daño que su sobrina podía padecer en mi patria. No iba a prenderme y llevarme a algún sitio obligado, toda vez que ya había tomado yo mis medidas, de modo que, si lo intentaba o se atrevía, no dudaría en agredirle yo mismo con más presteza.
Compadeciéndome de su inmensa angustia, y acusándome yo mismo de terrible traición por el daño que el amor había causado, fui a verle, al fin, suplicándole y prometiendo cumplir cualquier reparación que me impusiera. Le explicaba yo que nadie que hubiera experimentado la fuerza del amor, o que recordara cuánta ruina habían causado las mujeres a hombres incluso eminentes, desde el origen de los tiempos, podía extrañarse por aquellos sucesos. Y para aplacarle todavía más de lo que podía esperar, me ofrecí a darle la satisfacción de unirme en matrimonio a aquella a quien había corrompido, siempre que fuera en secreto, para no causar daño a mi fama. Estuvo de acuerdo, y dándome su palabra y la de los suyos y hasta besándome, me concedió la concordia que yo buscaba, con la que, no obstante, le iba a ser más fácil traicionarme.
Pedro Abelardo, Historia calamitatum, cap. 5 (tomado del texto latino de Abélard, Historia calamitatum, texte critique avec una introduction, pub. por J. Monfrin, J. Vrin, París 1967, p. 71-75).