Henri Bergson: dues classes d'ordre/es
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[...] el «orden» que encuentra nuestra inducción, ayudada por la deducción. Este orden, en el cual se apoya nuestra acción y se reconoce nuestra inteligencia, nos parece maravilloso. No solamente las mismas causas producen los mismos efectos de conjunto, sino que, en las causas y en los efectos visibles, nuestra ciencia descubre una infinidad de cambios infinitesimales que se insertan cada vez más exactamente unos en otros a medida que se lleva el análisis más lejos, si bien al término de este análisis la materia sería, a nuestro parecer, la geometría misma. Ciertamente, la inteligencia admira aquí, con razón, el orden creciente en la complejidad creciente: uno y otra tienen para ella una realidad positiva, que es del mismo sentido que ella. Pero las cosas cambian de aspecto cuando se considera el todo de la realidad como una marcha hacia adelante, indivisible, en creaciones que se suceden. Se adivina entonces que la complicación de los elementos materiales, y el orden matemático que los enlaza entre sí, deben surgir automáticamente, desde que se produce, en el seno del todo, una interrupción o una inversión parciales. Como por lo demás la inteligencia se recorta en el espíritu por un proceso del mismo género, concuerda con este orden y esta complicación y los admira, porque se reconoce en ellos. Pero lo que es admirable en si, lo que merecería provocar el asombro, es lacreación sin cesar renovada que el todo de lo real, indivisible, cumple en su marcha, porque ninguna complicación del orden matemático consigo mismo, por sabia que se la suponga, introducirá jamás un átomo de novedad en el mundo, mientras que, una vez puesto este poder de creación (y existe, ya que tomamos conciencia de él en nosotros, al menos, cuando obramos libremente), no tiene más que distraerse de sí mismo para deliberarse, debilitarse para extenderse, y extenderse para que el orden matemático que preside la disposición de los elementos así distinguidos, y el determinismo inflexible que los enlaza, manifiesten la interrupción del acto creador; no forman, por lo demás, sino una unidad con esta interrupción misma.
Esta tendencia completamente negativa es la que expresan las leyes particulares del mundo físico. Ninguna de ellas, tomada aparte, tiene realidad objetiva: es la obra de un sabio que ha considerado las cosas desde un cierto punto de vista, aislado ciertas variables, aplicado ciertas unidades convencionales de medida. Y, sin embargo, hay un orden casi matemático inmanente a la materia, orden objetivo, al que nuestra ciencia se aproxima a medida de su progreso. Porque si la materia es un relajamiento de lo inextensivo en extensivo y, por ello, de la libertad en necesidad, aunque no coincida con el puro espacio homogéneo, ella se ha constituido por el movimiento que conduce a él, y desde entonces se encuentra en el camino de la geometría. Es verdad que nunca se aplicarán por completo aquí las leyes de forma matemáticas, pues sería preciso para esto que la materia fuese puro espacio y que saliese de la duración.
No insistiremos jamás lo bastante en lo que hay de artificial en la forma matemática de una ley física y, por consiguiente, en nuestro conocimiento científico de las cosas. Nuestras unidades de medida son convencionales y, si se puede hablar así, extrañas a las intenciones de la naturaleza; ¿cómo suponer que ésta haya referido todas las modalidades del calor a las dilataciones de una misma masa de mercurio o a los cambios de presión de una misma masa de aire mantenida en un volumen constante? Pero esto no es decir bastante. De una manera general, medir es una operación muy humana, que implica que se superpone real o idealmente dos objetos un cierto número de veces. La naturaleza no ha pensado en esta superposición. No mide, no cuenta. Sin embargo, la física cuenta, mide, refiere unas a otras variaciones «cuantitativas» para obtener leyes y alcanza éxito con ello. Su éxito sería inexplicable si el movimiento constitutivo de la materialidad no fuese el movimiento mismo que, prolongado por nosotros hasta su término, es decir, hasta el espacio homogéneo, aboca a hacernos contar, medir, seguir en sus variaciones respectivas términos que son función unos de otros. Para efectuar esta prolongación, nuestra inteligencia no tiene, por lo demás, que prolongarse ella misma, pues va naturalmente al espacio y a las matemáticas, al ser intelectualidad y materialidad de la misma naturaleza y producirse de la misma manera.
Si el orden matemático fuese cosa positiva, si hubiese, inmanentes a la materia, leyes comparables a las de nuestros códigos, el éxito de nuestra ciencia resultaría milagroso. ¿Qué gran suerte no sería la nuestra, en efecto, si encontrásemos el patrón de la naturaleza y pudiésemos aislar precisamente, para determinar sus relaciones reciprocas, las variables que ésta hubiese escogido? Pero el éxito de una ciencia de forma matemática sería no menos incomprensible si la materia no tuviese todo lo que es preciso para entrar en nuestros cuadros. Una sola hipótesis queda, pues, como plausible: que el orden matemático no tenga nada de positivo, que sea la forma a que tiende, por sí misma, una cierta interrupción, y que la materialidad consista precisamente en una interrupción de este género. Se comprenderá así que nuestra ciencia sea contingente, relativa a las variables que ha escogido, relativa al orden en que ha colocado sucesivamente los problemas, y que, no obstante, obtenga éxito. Hubiese podido, en su conjunto, ser completamente diferente y, a pesar de todo, tener también éxito. Y es, justamente, porque ningún sistema definido de leyes matemáticas se encuentra en la base de la naturaleza y porque la matemática en general representa simplemente el sentido en el cual cae la materia. Poned en no importa qué postura uno de estos pequeños maniquíes de corcho cuyos pies son de plomo, acostadlo de espaldas, colocadlo cabeza abajo, echadlo al aire; siempre, automáticamente, volverá a ponerse de pie. Así en cuanto a la materia: podemos tomarla por no importa qué lado y manipularla como queramos, que ella caerá siempre en alguno de nuestros cuadros matemáticos, porque está lastrada de geometría.
Pero el filósofo rehusará quizá fundamentar una teoría del conocimiento en parecidas consideraciones. Y sentirá repugnancia a ello, porque el orden matemático, como tal orden, le parecerá encerrar algo positivo. En vano decimos que este orden se produce automáticamente por la interrupción del orden inverso, que es esta interrupción misma. No deja de subsistir, no obstante, la idea de que podría no haber orden del todo y que el orden matemático de las cosas, por ser una conquista sobre el desorden, posee una realidad positiva. Profundizando en este punto se vería qué papel capital juega la idea de desorden en los problemas relativos a la teoría del conocimiento. No aparece ahí de manera explícita, por lo cual no nos hemos ocupado de ella. Sin embargo, una teoría del conocimiento debería comenzar por la crítica de esta idea, porque si el gran problema consiste en saber por qué y cómo la realidad se somete a un orden, es debido a que la ausencia de toda especie de orden parece posible o concebible. En esta ausencia de orden creen pensar el realista y el idealista: el realista, cuando habla de la reglamentación que las leyes «objetivas» imponen efectivamente a un desorden posible de la naturaleza; el idea lista, cuando supone una «diversidad sensible» que se coordinaría -estando, por consiguiente, sin orden- bajo la influencia organizadora de nuestro entendimiento. La idea del desorden, entendido en el sentido de una ausencia de orden, es, pues, la que convendría analizar primero. La filosofía la toma de la vida corriente. Y es indudable que, corrientemente, cuando hablamos de desorden, pensamos en alguna cosa. ¿Pero en qué pensamos? Se verá, en el próximo capítulo, cuán difícil resulta determinar el contenido de una idea negativa y a qué ilusiones se expone, en qué inextricables dificultades cae la filosofía por no haber emprendido este trabajo. Dificultades e ilusiones que residen de ordinario en que se acepta como definitiva una manera de expresarse esencialmente provisional. Residen en que se transporta al dominio de la especulación un procedimiento hecho para la práctica. Si escojo, al azar, un volumen en mi biblioteca, puedo, después de haberle echado una ojeada, volver a ponerlo en les estantes diciendo: «No es un libro de versos». ¿Pero es esto lo que yo he percibido al hojear el libro? No, evidentemente. No he visto, no veré nunca una ausencia de versos. He visto la prosa. Pero como lo que yo deseo es la poesía, expreso lo que encuentro en función de lo que busco, y en lugar de decir «he aquí la prosa» digo que «no son versos». Inversamente, si deseo leer prosa y cae en mis manos un libro de versos, diré que «no es prosa», traduciendo así los datos de mi percepción, que me muestra versos, en la lengua de mi espera y de mi atención, que están fijas en la idea de prosa y no quieren oír hablar más que de ella. Ahora bien: si Jourdain me escuchase, inferiría sin duda de mi doble exclamación que prosa y poesía son dos formas de lenguaje reservadas a los libros y que estas formas sabias se han superpuesto a un lenguaje bruto, el cual no era ni prosa ni verso. Al hablar de lo que no es ni verso ni prosa, podría creer pensar, por otra parte, que no se trata más que de una seudorrepresentación. Vayamos más lejos: la seudorrepresentación podría crear un seudoproblema si Jourdain preguntara a su profesor de filosofía cómo la forma prosa y la forma poesía se han añadido a lo que no poseía ni la una ni la otra, y que quisiera que se le explicase la teoría, en cierto modo, de la imposición de estas dos formas a esta simple materia. Su pregunta resultaría absurda y el absurdo provendría de que habría hipostasiado en sustrato común de la prosa y de la poesía la negación simultánea de las dos, olvidando que la negación de la una consiste en la posición de la otra.
Ahora bien, supongamos que hay dos especies de orden y que estos dos órdenes son dos contrarios en el seno de un mismo género. Supongamos también que la idea de desorden surge en nuestro espíritu cada vez que, buscando una de las dos especies de orden, encontramos la otra. La idea de desorden tendría entonces una significación clara en la práctica corriente de la vida; objetivaría, por comodidad del lenguaje, la decepción de un espíritu que encuentra ante sí un orden diferente del que tiene necesidad, orden con el que nada tiene que hacer por el momento y que en este sentido no existe para él. Pero ella no entrañaría ningún empleo teórico. Aunque si pretendemos, a pesar de todo, introducirla en filosofía, infaliblemente perderemos de vista su significación verdadera. Observaría la ausencia de un cierto orden, pero en provecho de otro (del que no tenía por qué ocuparse); no obstante, como se aplica a cada uno de los dos alternativamente, e incluso va y viene sin cesar entre los dos, la tomaremos en ruta, o mejor en el aire, y la trataremos como si representase no ya la ausencia de uno y otro orden indiferentemente, sino la ausencia de los dos, cosa que no es ni percibida ni concebida sino simple entidad verbal. Así nacería el problema de saber cómo se impone el orden al desorden, la forma a la materia. Analizando la idea de desorden así utilizada, se vería que no representa nada del todo, y a la vez se desvanecerían los problemas que se promovían alrededor de ella.
Es verdad que sería preciso comenzar por distinguir, para oponer incluso uno a otro, dos especies de orden que de ordinario se confunden. Como esta confusión ha creado las principales dificultades del problema del conocimiento, no será inútil apoyarse también en los rasgos por los que se distinguen los dos órdenes.
De una manera general, la realidad está ordenada en la exacta medida en que satisface nuestro pensamiento. El orden es, pues, un cierto acuerdo entre el sujeto y el objeto. Es el espíritu que se encuentra de nuevo en las cosas. Pero el espíritu, decíamos, puede caminar en dos sentidos opuestos. Unas veces sigue su dirección natural; entonces se da el progreso en forma de tensión, la creación continua, la actividad libre. Otras veces marcha en dirección inversa, y esta inversión, llevada hasta el extremo, nos conduciría a la extensión, a la determinación recíproca necesaria de unos elementos exterioriza dos con relación a otros, en fin, el mecanismo geométrico. Ahora bien: ya la experiencia nos parezca adoptar la primera dirección ya se oriente en el sentido de la segunda, en los dos casos decimos que hay orden, porque en los dos procesos el espíritu se encuentra a sí mismo. La confusión entre ellos es, pues, natural. Sería preciso, para escapar a ella, poner a las dos especies de orden nombres diferentes, y esto no es fácil a causa de la variedad y de la variabilidad de las formas que toman El orden del segundo género podría definirse por la geometría, que es su límite extremo: más, generalmente, tratamos de él cada vez que se encuentra una relación de determinación necesaria entre causas y efectos. Evoca ideas de inercia, de pasividad, de automatismo. En cuanto al orden del primer género, oscila sin duda alrededor de la finalidad; sin embargo, nosabríamos definirlo por ella, porque unas veces está por encima y otras por debajo. En sus formas más altas es más que finalidad, pues de una acción libre o de una obra de arte podrá decirse que manifiestan un orden perfecto y, sin embargo, no son expresables en términos de ideas sino más tarde y aún así aproximadamente. La vida en su conjunto considerada como una evolución creadora, es algo análogo: trasciende la finalidad, si se entiende por finalidad la realización de una idea concebida o concebible de antemano. El cuadro de la finalidad es, pues, demasiado estrecho para la vida en su integridad. Por el contrario, es con frecuencia demasiado amplio para tal o cual manifestación de la vida, tomada en particular. Sea lo que sea, siempre tenemos que habérnoslas con lo vital y todo el presente estudio tiende a establecer que lo vital está en la dirección de lo voluntario. Podría, pues, decirse que este primer género de orden es el de lo vital o querido, por oposición al segundo, que es el de lo inerte y automático. El sentido común hace instintivamente la distinción entre las dos especies de orden, por lo menos en los casos extremos: instintivamente, también, los aproxima. Y, efectivamente, de los fenómenos astronómicos se dirá que manifiestan un orden admirable, entendiendo por ello que puede prevérselos matemáticamente. Un orden no menos admirable se encontrará en una sinfonía de Beethoven, que es la genialidad, la originalidad y, por consiguiente, la imprevisibilidad misma.
Pero sólo por excepción el orden del primer género reviste una forma también distinta. En general, se presenta con caracteres que tenemos pleno interés en confundir con los del orden opuesto. Es muy cierto, por ejemplo, que si considerásemos la evolución de la vida en su conjunto, la espontaneidad de su movimiento y la imprevisibilidad de sus marchas se impondrían a nuestra atención Pero lo que encontramos en nuestra experiencia corriente es tal o cual ser vivo determinado, tales o cuales manifestaciones especiales de la vida, que repiten poco más o menos formas y hechos ya conocidos: incluso la similitud de estructura que comprobamos por todas partes entre lo que engendra y lo que es engendrado, similitud que nos permite encerrar un número indefinido de individuos vivos en el mismo grupo, es a nuestros ojos el tipo mismo de lo genérico, pareciéndonos que los géneros inorgánicos toman a los géneros vivos como modelo. Resulta así que el orden vital, tal como se nos ofrece en la experiencia que lo divide, presenta el mismo carácter y realiza la misma función que el orden físico; uno y otro hacen que nuestra experiencia se repita, uno y otro permiten que nuestro espíritu generalice. En realidad, este carácter tiene orígenes completamente diferentes en los dos casos e incluso significaciones opuestas. En el segundo, tiene por tipo, por límite ideal y también por fundamento, la necesidad geométrica en virtud de la cual los mismos componentes dan una resultante idéntica. En el primero, implica, por el contrario, la intervención de algo que se las arregla de manera que obtiene el mismo efecto, aun cuando las causas elementales, infinitamente complejas, puedan ser completamente diferentes. Hemos insistido sobre este último punto en nuestro primer capítulo al mostrar cómo estructuras idénticas se encuentran sobre líneas de evolución independientes. Pero, sin ir tan lejos, puede presumirse que ya sólo la reproducción del tipo del ascendiente por sus descendientes es cosa muy diferente a la repetición de una misma composición de fuerzas que se resumirían en una resultante idéntica. Cuando se piensa en la infinidad de elementos infinitesimales y de causas infinitesimales que concurren en la génesis de un ser vivo, cuando se piensa que bastaría la ausencia o la desviación de uno de los dos para que nada marchase, el primer movimiento del espíritu consiste en hacer vigilar este ejército de pequeños obreros por medio de un capataz avisado, el «principio vital», que repararía en todo momento las faltas cometidas, corregiría el efecto de las distracciones y pondría las cosas en su lugar; con ello se trata de traducir la diferencia entre el orden físico y el orden vital: aquél, haciendo que la misma combinación de causas produzca el mismo efecto de conjunto; éste, asegurando la estabilidad del efecto incluso cuando hay vacilación en las causas. Pero esto no es más que una traducción: reflexionando en ello encontramos que no puede haber ahí capataz, por la razón muy simple de que tampoco hay obreros. Las causas y los elementos que descubre el análisis físico-químico son causas y elementos reales, sin duda, para los hechos de destrucción orgánica, y lo sonen número limitado. Pero los fenómenos vitales propiamente dichos, o hechos de creación orgánica, nos abren, cuando los analizamos, la perspectiva de un progreso hasta el infinito, de donde puede inferirse que causas y elementos múltiples no son aquí más que consideraciones del espíritu que ensaya una imitación indefinidamente aproximada de la operación de la naturaleza, en tanto que la operación imitada es un acto indivisible. La semejanza entre individuos de una misma especie tendría así otro sentido, otro origen distinto a la semejanza entre efectos complejos obtenidos por la misma composición de las mismas causas. Pero tanto en un caso corno en otro hay semejanzas y, por consiguiente, generalización posible. Y como esto es lo que en la práctica nos interesa, ya que nuestra vida cotidiana es necesariamente una espera de las mismas cosas y de las mismas situaciones, era natural que este carácter común, esencial desde el punto de vista de nuestra acción, aproximase los dos órdenes el uno al otro, a despecho de una diversidad interna que no interesa más que a la especulación. De ahí la idea de un orden general de la naturaleza, el mismo por todas partes, cerniéndose a la vez sobre la vida y sobre la materia. De ahí nuestro hábito de designar por la misma palabra, y de representarnos de la misma manera, la existencia de leyes en los dominios de la materia inerte y la de géneros en los dominios de la vida.