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Kierkegaard: el jo trivial, manca de possibilitat/es

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2. La desesperación de la necesidad equivale a la carencia de posibilidad

Si comparamos el extravío en la posibilidad con los balbuceos de un niño, entonces la carencia de posibilidad la tendríamos que comparar con el estado de mudez. La necesidad es como un montón de sólo consonantes, y no hay modo de pronunciarlas si no entra en juego la posibilidad. La existencia humana es desesperada siempre que falta la posibilidad, siempre que se la haya conducido al límite de tal carencia, y aquélla nunca dejará de ser desesperada en ninguno de los momentos que le falte la posibilidad.

Con frecuencia se afirma que en definitiva no hay más que un cierto período de la vida que sea rico en esperanzas, o se habla de que sólo hasta cierto tiempo y cierto momento de la vida se es o se fue muy rico en esperanzas y posibilidades. Pero todo este modo de hablar es meramente humano, y no llega a ser verdadero, ya que todas estas esperanzas y toda esta desesperación no son todavía la auténtica esperanza y la auténtica desesperación.

Lo decisivo es lo que se contiene en la siguiente afirmación: para Dios todo es posible. Esto es eternamente verdadero y, por tanto, es verdadero en todo momento. Las gentes, desde luego, siempre y en todas horas tienen en su boca las palabras de la anterior afirmación, pero esa fórmula solamente empieza a ser decisiva cuando el hombre es llevado a una situación de extrema necesidad, en la cual, humanamente hablando, no queda ninguna posibilidad. Y entonces, lo que importa es que el hombre quiera creer que para Dios todo es posible; es decir, lo que importa es que quiera creer. Ahora bien, ésta es cabalmente la fórmula para perder la razón. Pues la fe significa precisamente que se pierde la razón para ganar a Dios. Supongamos por ejemplo, un hombre que con todas las fuerzas pavorosas de ]a fantasía se ha estado imaginando tal o cual cosa espantosa, verdaderamente insoportable. Y hete aquí que de hecho le ocurre semejante espanto, precisamente a él. Mirando las cosas humanamente, no cabe duda que su ruina es segurísima..., y, sin embargo, la desesperación que anida en su alma se pone a luchar desesperadamente con todas sus fuerzas para que se le permita desesperar, para que se le permita, por así decirlo, encontrar descanso en la desesperación, concentrando toda su personalidad en los goznes de la desesperación, de suerte que nada ni nadie serían malditos para él sino la cosa o la persona que viniera a impedirle que desesperase. ¡Qué bien nos ha descrito esta situación el poeta de los poetas con aquellas palabras inigualables: ¡«Maldito sea el que me aparta de los suaves caminos de la desesperación»!

Así las cosas, no cabe duda que a los ojos humanos la salvación será absolutamente imposible; pero ¡para Dios todo es posible! Ésta es la lucha de fe, la cual combate locamente –y puede emplearse muy bien este adverbio– por la posibilidad. Pues la posibilidad es lo único que salva. Cuando uno se desvanece, todos gritan: ¡agua!, ¡agua de Colonia!, o gotas de cualquier otra esencia; pero cuando uno está a punto de desesperar, hay que gritarle: ¡ábrete una posibilidad!, ¡no cierres las puertas a la posibilidad! La posibilidad es lo único que salva. Si hay una posibilidad entonces el desesperado vuelve a respirar de nuevo y revive. Estar sin posibilidades es como faltarle a uno el aire que respira. Ocasionalmente, cualquier hallazgo de la fantasía puede bastar para abrirle paso a la posibilidad, pero, en definitiva, es decir, cuando se trata de creer lo único que ayuda es la seguridad de que para Dios todo es posible.

Esta es la batalla entablada. La victoria depende exclusivamente de que quien combate en ella quiera abrirle paso a la posibilidad; o dicho de otro modo: depende de que tenga fe.

ÉI sabe, sin embargo, que su ruina, hablando humanamente, es segurísima En esto consiste el movimiento dialéctico de la fe. De ordinario el hombre cuenta con que esto o lo otro no le sucederá..., que probablemente, casi seguro, etc., etc., no le sucederá tal cosa. El temerario, por su parte, se mete en el peligro con muchas posibilidades, naturalmente, en un sentido o en otro; y si le ocurre lo peor, entonces desespera y sucumbe. En cambio el creyente ve y comprende, hablando humanamente, su ruina –ya sea respecto de aquello que le ha salido al encuentro, ya sea respecto de aquello en lo que él mismo se ha arriesgado–, pero cree. Y esto es lo que le salva. Deja completamente en manos de Dios el problema de cómo será socorrido, contentándose con creer que para Dios todo es posible. Ahora bien, creer en su propia perdición es imposible. La fe es comprender que tal cosa, humanamente, es su perdición, creyendo a la par en la posibilidad. Entonces Dios viene en su ayuda, quizás ahorrándole el espanto, o quizá mediante el pavor mismo, pero en cuanto también se le muestra la ayuda divina de un modo inesperado y milagroso. Sí, milagrosamente..., porque es una mojigatería peculiar eso de pensar que un hombre sólo podía ser socorrido milagrosamente hace mil ochocientos años. El hecho de que un hombre sea socorrido milagrosamente depende en realidad del apasionamiento de su inteligencia para comprender que la ayuda era imposible, al mismo tiempo que de la lealtad que haya manifestado para con el poder que a pesar de todo le ayudó. Pero -los hombres en general no hacen ni lo uno ni lo otro, sino que se retuercen dando gritos sobre la imposibilidad de la ayuda, sin que ni siquiera una vez hayan puesto en tensión la inteligencia para ver de encontrar la ayuda, y a renglón seguido se ponen a mentir llenos de ingratitud.

El creyente posee el eterno y seguro antídoto contra la desesperación, es decir, la posibilidad; ya que para Dios todo es posible en cualquier momento. Asta es la salud de la fe, la cual resuelve todas las contradicciones. La contradicción aquí consiste en que la ruina, hablando humanamente, es segura; y, sin embargo, sigue habiendo posibilidad. La salud en general consiste en que se puedan resolver todas las contradicciones. Así, por ejemplo, en el orden corporal o físico tenemos que una corriente de aire es una contradicción, un movimiento desigual de frío y calor sin ninguna dialéctica, pero el cuerpo sano resuelve esta contradicción y no nota para nada la corriente. Lo mismo acontece también con la fe.

La carencia de posibilidad significa que todo se nos ha convertido en necesario o en pura trivialidad.

El determinista o fatalista es un hombre desesperado y en cuanto tal ha perdido su propio yo, ya que para él todo es necesidad. A semejante hombre le acontece como a aquel rey que se moría de hambre, pues todos los alimentos se le convertían en oro. La personalidad es una síntesis de posibilidad y necesidad. Por eso, con el subsistir de la personalidad sucede como con la respiración -re-spiratio-, que es un continuo flujo de aspiraciones y exhalaciones. El yo del fatalista no respira, ya que la pura necesidad es irrespirable, y en ella el yo del hombre no hace más que asfixiarse. La desesperación del fatalista es haber perdido a Dios y con ello haberse perdido a sí mismo, puesto que el que no tiene Dios, tampoco tiene ningún yo. Ahora bien, el fatalista está sin Dios, o lo que es lo mismo, su Dios es la necesidad; porque de la misma manera que para Dios todo es posible, así también podemos afirmar que Dios equivale a que todo sea posible. La religión del fatalista es a lo sumo una mera interjección, y propiamente no es más que mutismo, muda sumisión e incapacidad absoluta para la plegaria. Rezar es también respirar y la posibilidad es para el yo como el oxígeno para los pulmones. Claro que así como no se puede respirar solamente oxígeno o solamente nitrógeno, así tampoco la respiración de la plegaria puede mantenerse con sola la posibilidad o con sola la necesidad. Para rezar es necesario, de una parte, que haya un Dios, que haya un yo, y de otra parte que haya posibilidad; o, si se quiere expresar de otro modo equivalente, para rezar se necesita un yo y posibilidad, entendiéndola en el sentido más plenario de la palabra, ya que Dios es lo mismo que la absoluta posibilidad, o la absoluta posibilidad es Dios. Y sólo quien haya sido sacudido en su íntima esencia de tal modo que llegue a ser espíritu, comprendiendo que todo es posible..., sólo ése ha entrado en contacto con Dios. Porque lo que hace que un hombre pueda rezar no es otra cosa que el hecho de que la voluntad de Dios sea lo posible; si no hubiera más que lo necesario, entonces el hombre sería tan esencialmente mudo como lo es el bruto.

Algo distinto acontece con la pedantería y la trivialidad, las cuales también implican por esencia una carencia de posibilidad. La pedantería es una falta de espíritu, así como el determinismo y el fatalismo eran una desesperación espiritual; pero la falta de espíritu es también una desesperación. La trivialidad no posee ninguna de las categorías del espíritu, por eso se mueve en el campo de la probabilidad, donde lo posible encuentra un pequeño sitio; y así es como se pierde la posibilidad de descubrir a Dios. Sin imaginación, cosa que el pequeño burgués nunca ha tenido, éste va viviendo en un conjunto trivial de experiencias, sólo avizor a lo que pasa, a las oportunidades y a lo que suele acontecer, importando muy poco que por lo demás sea un vinatero o un primer ministro. De esta manera, el pequeño burgués se ha perdido a sí mismo y ha perdido a Dios. Porque para caer en la cuenta de uno mismo y de Dios es preciso que la fantasía le eleve a uno sobre la atmósfera vaporosa de lo probable, arrancándole de ella y enseñándole –en cuanto hace lo que está a mil leguas de toda experiencia positiva– a esperar y a temer, o a temer y esperar. Claro que el pequeño burgués no tiene imaginación ni quiere tenerla, es algo que detesta con todas sus fuerzas. Es natural que por este camino no pueda venir ningún socorro. A veces quizá venga en su ayuda la existencia misma con algunos de sus espantos. Ios cuales superan con mucho toda esa sabiduría peculiar de papagayos subidos al árbol de la experiencia trivial...; entonces el pequeño burgués se pone a desesperar, quedando de manifiesto que la desesperación ya habitaba en él, y faltándole al mismo tiempo la posibilidad de la fe para, con la ayuda divina, poder salvar su pobre yo que se está hundiendo sin remedio.

El fatalismo y el determinismo incluyen, con todo, la suficiente imaginación como para desesperar acerca de la posibilidad, e incluyen la suficiente posibilidad como para descubrir la imposibilidad. En cambio, la trivialidad burguesa se halla satisfecha en lo trivial y está igualmente desesperada, tanto si marchan las cosas bien como si van mal. Al fatalismo y al determinismo le falta la posibilidad de amainar y suavizar, la falta de posibilidad para atemperar la necesidad, en una palabra: la posibilidad en cuanto suavidad. En cambio a la trivialidad burguesa le falta la posibilidad para desesperarse de falta de espíritu. Esta trivialidad se jacta de tener a su disposición las posibilidades, como si hubiese atrapado esa inmensa elasticidad en la trampa o en la jaula de locos de lo probable; y, luego, se pone a pasear por todas partes la posibilidad aprisionada en la pajarera de lo probable, enseñándosela a todo el mundo, pensando que él es todo un señor y no notando para nada que precisamente por eso se ha aprisionado a sí mismo en las redes de la esclavitud propia de la falta de espíritu, hasta ser el último de los parias. Y mientras que el que se extravía locamente por los derroteros de la posibilidad se alza lleno de audacia en las alas de la desesperación, y el que no cree más que en lo necesario sucumbe estrujado por la desesperación bajo el peso de la existencia..., mientras tanto el burgués trivial, sin un adarme de espiritualidad, triunfa y vive a sus anchas en el mundo.