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Bergson: necessitat d'un mètode/es

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¿Por qué la filosofía ha de aceptar una división que tiene todas las probabilidades de no corresponder a las articulaciones de lo real? Y, sin embargo, por regla general, la acepta. Sufre el problema tal como lo ha planteado el lenguaje. Se condena por tanto de antemano a recibir una solución ya hecha o, en el mejor de los casos, a escoger simplemente entre las dos o tres únicas soluciones posibles, que son coeternas a esta posición del problema. Equivale a decir que toda verdad es ya virtualmente conocida, que el modelo está depositado en los papeles administrativos de la ciudad, y que la filosofía es un juego de puzzle que trata de reconstruir, con las piezas que la sociedad nos proporciona, el dibujo que ella no quiere mostrarnos. Equivale a asignar al filósofo el papel y la actitud del escolar, que busca la solución diciéndose que una ojeada indiscreta, anotada frente al enunciado, en el cuaderno del profesor, se la mostraría. Pero lo cierto es que, en filosofía, como en otras partes, se trata de encontrar el problema y por tanto de plantearlo, más aún que de resolverlo. Porque un problema especulativo está resuelto desde el momento en que está bien planteado. Entiendo por ello que entonces existe solución, aunque pueda estar oculta, o por así decir, cubierta: no queda más que descubrirla. Pero plantear el problema no es simplemente descubrirlo, es inventarlo. El descubrimiento se basa en lo que ya existe, actual o virtualmente; era, por tanto, seguro llegar antes o después.

La invención presta el ser a lo que no lo tenía, hubiera podido no realizarse jamás. En matemáticas, y con mayor motivo en metafísica, el esfuerzo de invención consiste las más de las veces en suscitar el problema, en crear los términos en los que va a plantearse. Planteamiento y solución del problema se hallan, en este caso, muy cerca de la equivalencia: los grandes problemas no se han planteado más que cuando han sido resueltos. Pero muchos pequeños problemas se hallan en el mismo caso. Abro un tratado elemental de filosofía. Uno de los primeros capítulos trata del placer y del dolor. Se plantea al alumno una pregunta como la siguiente: «El placer, ¿es o no es la felicidad?» En primer lugar habría que saber si placer y felicidad son géneros que correspondan a una división natural de las cosas. Con rigor, la frase podría significar simplemente: «Visto el sentido habitual de los términos placer y felicidad, ¿debe decirse que la felicidad es una serie de placeres?» Entonces lo que se plantea es una cuestión de léxico; y sólo será resuelta que buscando de qué manera han sido empleadas por los escritores que mejor han manejado el lenguaje las palabras «placer» y «felicidad». Entonces trabajaremos con sentido: habremos definido mejor dos términos usuales, es decir, dos costumbres sociales. Pero si se pretende hacer más, captar realidades, y no poner en su sitio convenciones, ¿por qué se pretende que términos quizá artificiales (no se sabe si lo son o si no lo son, dado que todavía no se ha estudiado el objeto) planteen un problema que concierne a la naturaleza misma de las cosas? Suponed que, al examinar los estados agrupados bajo el nombre de placer, no se descubre en ellos nada en común salvo ser estados que el hombre busca: la humanidad habrá clasificado estas cosas muy diferentes en un mismo género, porque les encontraba un interés práctico idéntico y clasificaba a todos de la misma manera. Suponed, por otra lado, que se llega a un resultado análogo al analizar la idea de felicidad. En seguida el problema desaparece, o mejor, se disuelve, en problemas completamente nuevos de los que no podremos saber nada y de los que ni siquiera poseeremos los términos, antes de haber estudiado, en sí misma, la actividad humana sobre la que la sociedad había adoptado desde fuera, para formar las ideas generales de placer y de felicidad, enfoques probablemente artificiales. Tendremos entonces que asegurarnos en primer lugar que el concepto de «actividad humana» responde, él mismo, a una división natural. En esta desarticulación de lo real según sus propias tendencias yace la dificultad principal, desde el momento en que se substituye el dominio de la materia por el del espíritu.