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Carecer de infinitud es desesperada limitación y estrechez. Aquí, naturalmente, sólo se habla de limitación y estrechez en el sentido ético. En cambio, en el mundo propiamente no se habla más que de estrechez intelectual o estética, y, sobre todo, de lo que más se habla es de las estrecheces en el sentido económico; ya que la mundanidad consiste cabalmente en que se atribuya un valor infinito a lo indiferente. La consideración mundana de las cosas siempre se refiere a las diferencias entre hombre y hombre, no teniendo –como es obvio, puesto que tenerlo significa espiritualidad– ninguna comprensión para lo único necesario y, en consecuencia, tampoco la tiene acerca de la limitación y estrechez que representa el hecho de haberse uno perdido a sí mismo; sólo que ahora esta pérdida no acontece mediante la evasión hacia lo infinito, sino haciéndose uno completamente finito y, en vez de ser un yo, haberse convertido en un número, en uno de tantos, en una simple repetición de esa eterna monotonía. | Carecer de infinitud es desesperada limitación y estrechez. Aquí, naturalmente, sólo se habla de limitación y estrechez en el sentido ético. En cambio, en el mundo propiamente no se habla más que de estrechez intelectual o estética, y, sobre todo, de lo que más se habla es de las estrecheces en el sentido económico; ya que la mundanidad consiste cabalmente en que se atribuya un valor infinito a lo indiferente. La consideración mundana de las cosas siempre se refiere a las diferencias entre hombre y hombre, no teniendo –como es obvio, puesto que tenerlo significa espiritualidad– ninguna comprensión para lo único necesario y, en consecuencia, tampoco la tiene acerca de la limitación y estrechez que representa el hecho de haberse uno perdido a sí mismo; sólo que ahora esta pérdida no acontece mediante la evasión hacia lo infinito, sino haciéndose uno completamente finito y, en vez de ser un yo, haberse convertido en un número, en uno de tantos, en una simple repetición de esa eterna monotonía. | ||
− | La limitación desesperada es carencia de originalidad, o que uno se ha despojado a sí mismo de su originalidad primitiva, habiéndose, en el sentido espiritual, castrado. Porque todo hombre, en su estructura primitiva, está natural y cuidadosamente dispuesto para ser un yo, y en cuanto tiene sin duda muchos bordes, pero éstos no han de destemplarse, sino afilarse con suavidad, de suerte que el hombre de ninguna manera renuncie a ser sí mismo por miedo a los hombres, o movido por el mismo miedo no se atreva siquiera a ser ''sí ''mismo en toda su singularidad más esencial | + | La limitación desesperada es carencia de originalidad, o que uno se ha despojado a sí mismo de su originalidad primitiva, habiéndose, en el sentido espiritual, castrado. Porque todo hombre, en su estructura primitiva, está natural y cuidadosamente dispuesto para ser un yo, y en cuanto tiene sin duda muchos bordes, pero éstos no han de destemplarse, sino afilarse con suavidad, de suerte que el hombre de ninguna manera renuncie a ser sí mismo por miedo a los hombres, o movido por el mismo miedo no se atreva siquiera a ser ''sí ''mismo en toda su singularidad más esencial –incluso con sus mismos bordes; los cuales, desde luego, no han de destemplarse– y en la cual uno es sí mismo delante de sí mismo. Pero así como hay una especie de desesperación que se hunde ciegamente en lo infinito perdiéndose uno mismo, también hay otra que consiste poco más o menos en que «los demás» le escamoteen a uno su propio yo. De esta manera, con tanto mirar a la muchedumbre de los hombres en torno suyo, con tanto ajetreo en toda clase de negocios mundanos, con tanto afán por llegar a ser prudente en el conocimiento de la marcha de todas las cosas del mundo.... nuestro sujeto va olvidándose de sí mismo, e incluso llega a olvidar -entendiéndose en el sentido divino de la expresión- cómo se llama, sin atreverse ya a tener fe en sí mismo, encontrándose muy arriesgado lo de ser uno sí mismo, e infinitamente mucho más fácil y seguro lo de ser como los demás, es decir, un mono de imitación, un número en medio de la multitud. |
En el mundo realmente nadie cae en la cuenta de esta forma de desesperación. Al revés, el hombre que se ha perdido a sí mismo de esa manera, y precisamente por ello, entra en posesión de todas las perfecciones requeridas para tomar parte en cualquier empresa o negocio, pudiendo estar seguro de que el éxito no tardará en sonreírle en el mundo. Aquí no hay ningún entorpecimiento, aquí el hombre no encuentra ninguna dificultad con su propio yo o con la tarea de hacerse infinito, sino que queda pulido como un canto rodado y como una moneda corriente que va de mano en mano. Nadie le considera en absoluto como un hombre desesperado, sino que todos ven en él un hombre a carta cabal. El mundo en general, cosa bien obvia, no tiene ni idea acerca de lo auténticamente terrible. Es natural que no se considere en modo alguno como desesperación lo que no le acarrea a uno ninguna molestia en la vida, sino que la hace más cómoda y placentera. Para ver que ésta es la perspectiva de los juicios mundanos basta hacer, por ejemplo, un mero repaso de casi todos los refranes al uso, los cuales no son más que reglas de prudencia. Así se dice que uno tendrá que arrepentirse diez veces por haber hablado, en contra de una por haberse callado. Y ¿por qué? Porque el haber hablado en cuanto hecho externo puede acarrearle a uno muchas molestias, ya que se trata de una realidad. ¡Como si el callarse no fuera nada! Siendo así que el callarse constituye el mayor de los peligros. Pues, callándose, uno queda como totalmente abandonado a sí mismo sin que la realidad venga a echarle una mano con los castigos que ella impone, o dejando que las consecuencias de lo que ha dicho caigan sobre él. En este sentido la cosa va bien cuando uno se calla. Pero precisamente por eso, el que sabe lo que es lo terrible, teme más que ninguna otra cosa cualquier yerro o falta que se pierda en la acción interiorizadora, sin dejar ningún rastro en el exterior. También es peligroso a los ojos del mundo el arriesgar algo. Y ¿por qué? porque así se puede perder. Lo prudente es no arriesgar nada. Y, sin embargo, cabalmente, por no arriesgar nada se puede perder con la más espantosa facilidad lo que difícilmente se hubiera perdido arriesgándose, por mucho que se perdiera, y que en todo caso no habría perdido nunca con esa facilidad y como si fuese nada. ¿Qué es lo que puede perder uno de esta manera? ¡A sí mismo! Pues si yo me he arriesgado en falso. entonces no pasa nada, la misma vida me ayuda con su castigo. Mas si no arriesgo nada en absoluto, ¿quién me ayudará entonces? ¿De qué me servirá sacar, cobardemente, partido de todas las ventajas del mundo porque no he arriesgado nada en el sentido más eminente de la palabra -lo que significaría que uno había obrado con plena conciencia de sí mismo- si ''pierdo ''mi propio yo? | En el mundo realmente nadie cae en la cuenta de esta forma de desesperación. Al revés, el hombre que se ha perdido a sí mismo de esa manera, y precisamente por ello, entra en posesión de todas las perfecciones requeridas para tomar parte en cualquier empresa o negocio, pudiendo estar seguro de que el éxito no tardará en sonreírle en el mundo. Aquí no hay ningún entorpecimiento, aquí el hombre no encuentra ninguna dificultad con su propio yo o con la tarea de hacerse infinito, sino que queda pulido como un canto rodado y como una moneda corriente que va de mano en mano. Nadie le considera en absoluto como un hombre desesperado, sino que todos ven en él un hombre a carta cabal. El mundo en general, cosa bien obvia, no tiene ni idea acerca de lo auténticamente terrible. Es natural que no se considere en modo alguno como desesperación lo que no le acarrea a uno ninguna molestia en la vida, sino que la hace más cómoda y placentera. Para ver que ésta es la perspectiva de los juicios mundanos basta hacer, por ejemplo, un mero repaso de casi todos los refranes al uso, los cuales no son más que reglas de prudencia. Así se dice que uno tendrá que arrepentirse diez veces por haber hablado, en contra de una por haberse callado. Y ¿por qué? Porque el haber hablado en cuanto hecho externo puede acarrearle a uno muchas molestias, ya que se trata de una realidad. ¡Como si el callarse no fuera nada! Siendo así que el callarse constituye el mayor de los peligros. Pues, callándose, uno queda como totalmente abandonado a sí mismo sin que la realidad venga a echarle una mano con los castigos que ella impone, o dejando que las consecuencias de lo que ha dicho caigan sobre él. En este sentido la cosa va bien cuando uno se calla. Pero precisamente por eso, el que sabe lo que es lo terrible, teme más que ninguna otra cosa cualquier yerro o falta que se pierda en la acción interiorizadora, sin dejar ningún rastro en el exterior. También es peligroso a los ojos del mundo el arriesgar algo. Y ¿por qué? porque así se puede perder. Lo prudente es no arriesgar nada. Y, sin embargo, cabalmente, por no arriesgar nada se puede perder con la más espantosa facilidad lo que difícilmente se hubiera perdido arriesgándose, por mucho que se perdiera, y que en todo caso no habría perdido nunca con esa facilidad y como si fuese nada. ¿Qué es lo que puede perder uno de esta manera? ¡A sí mismo! Pues si yo me he arriesgado en falso. entonces no pasa nada, la misma vida me ayuda con su castigo. Mas si no arriesgo nada en absoluto, ¿quién me ayudará entonces? ¿De qué me servirá sacar, cobardemente, partido de todas las ventajas del mundo porque no he arriesgado nada en el sentido más eminente de la palabra -lo que significaría que uno había obrado con plena conciencia de sí mismo- si ''pierdo ''mi propio yo? | ||
Esto es lo que cabalmente sucede con la desesperación de la finitud. El hombre que está así desesperado puede vivir a las mil maravillas en la temporalidad, y ser un hombre en apariencia alabado por los demás, honrado y bien visto, ocupándose siempre en toda clase de proyectos terrenos. Desde luego, lo que se llama mundanidad no es más que la suma de tales hombres, sobre los que se puede afirmar que han quedado adscritos al mundo. Semejantes hombres hacen gala de sus recursos, amontonan dinero, realizan sensacionales hazañas mundanas, son artistas de la previsión, etc., etc..., e incluso quizá pasen a la historia, pero no son en modo alguno sí mismos, no tienen en el sentido espiritual ningún yo, no poseen ningún yo en virtud del cual arriesgarlo todo en un momento dado, ni poseen ningún yo delante de Dios; y todo esto a pesar de ser tan egoístas. | Esto es lo que cabalmente sucede con la desesperación de la finitud. El hombre que está así desesperado puede vivir a las mil maravillas en la temporalidad, y ser un hombre en apariencia alabado por los demás, honrado y bien visto, ocupándose siempre en toda clase de proyectos terrenos. Desde luego, lo que se llama mundanidad no es más que la suma de tales hombres, sobre los que se puede afirmar que han quedado adscritos al mundo. Semejantes hombres hacen gala de sus recursos, amontonan dinero, realizan sensacionales hazañas mundanas, son artistas de la previsión, etc., etc..., e incluso quizá pasen a la historia, pero no son en modo alguno sí mismos, no tienen en el sentido espiritual ningún yo, no poseen ningún yo en virtud del cual arriesgarlo todo en un momento dado, ni poseen ningún yo delante de Dios; y todo esto a pesar de ser tan egoístas. |
Revisió del 17:41, 19 set 2017
2. La desesperación de la finitud equivale a falta de infinitud
La razón de este fenómeno –según quedó expuesto en el apartado anterior– radica en la dialéctica de que el yo sea una síntesis, por lo cual una cosa nunca deja de ser su contraria.
Carecer de infinitud es desesperada limitación y estrechez. Aquí, naturalmente, sólo se habla de limitación y estrechez en el sentido ético. En cambio, en el mundo propiamente no se habla más que de estrechez intelectual o estética, y, sobre todo, de lo que más se habla es de las estrecheces en el sentido económico; ya que la mundanidad consiste cabalmente en que se atribuya un valor infinito a lo indiferente. La consideración mundana de las cosas siempre se refiere a las diferencias entre hombre y hombre, no teniendo –como es obvio, puesto que tenerlo significa espiritualidad– ninguna comprensión para lo único necesario y, en consecuencia, tampoco la tiene acerca de la limitación y estrechez que representa el hecho de haberse uno perdido a sí mismo; sólo que ahora esta pérdida no acontece mediante la evasión hacia lo infinito, sino haciéndose uno completamente finito y, en vez de ser un yo, haberse convertido en un número, en uno de tantos, en una simple repetición de esa eterna monotonía.
La limitación desesperada es carencia de originalidad, o que uno se ha despojado a sí mismo de su originalidad primitiva, habiéndose, en el sentido espiritual, castrado. Porque todo hombre, en su estructura primitiva, está natural y cuidadosamente dispuesto para ser un yo, y en cuanto tiene sin duda muchos bordes, pero éstos no han de destemplarse, sino afilarse con suavidad, de suerte que el hombre de ninguna manera renuncie a ser sí mismo por miedo a los hombres, o movido por el mismo miedo no se atreva siquiera a ser sí mismo en toda su singularidad más esencial –incluso con sus mismos bordes; los cuales, desde luego, no han de destemplarse– y en la cual uno es sí mismo delante de sí mismo. Pero así como hay una especie de desesperación que se hunde ciegamente en lo infinito perdiéndose uno mismo, también hay otra que consiste poco más o menos en que «los demás» le escamoteen a uno su propio yo. De esta manera, con tanto mirar a la muchedumbre de los hombres en torno suyo, con tanto ajetreo en toda clase de negocios mundanos, con tanto afán por llegar a ser prudente en el conocimiento de la marcha de todas las cosas del mundo.... nuestro sujeto va olvidándose de sí mismo, e incluso llega a olvidar -entendiéndose en el sentido divino de la expresión- cómo se llama, sin atreverse ya a tener fe en sí mismo, encontrándose muy arriesgado lo de ser uno sí mismo, e infinitamente mucho más fácil y seguro lo de ser como los demás, es decir, un mono de imitación, un número en medio de la multitud.
En el mundo realmente nadie cae en la cuenta de esta forma de desesperación. Al revés, el hombre que se ha perdido a sí mismo de esa manera, y precisamente por ello, entra en posesión de todas las perfecciones requeridas para tomar parte en cualquier empresa o negocio, pudiendo estar seguro de que el éxito no tardará en sonreírle en el mundo. Aquí no hay ningún entorpecimiento, aquí el hombre no encuentra ninguna dificultad con su propio yo o con la tarea de hacerse infinito, sino que queda pulido como un canto rodado y como una moneda corriente que va de mano en mano. Nadie le considera en absoluto como un hombre desesperado, sino que todos ven en él un hombre a carta cabal. El mundo en general, cosa bien obvia, no tiene ni idea acerca de lo auténticamente terrible. Es natural que no se considere en modo alguno como desesperación lo que no le acarrea a uno ninguna molestia en la vida, sino que la hace más cómoda y placentera. Para ver que ésta es la perspectiva de los juicios mundanos basta hacer, por ejemplo, un mero repaso de casi todos los refranes al uso, los cuales no son más que reglas de prudencia. Así se dice que uno tendrá que arrepentirse diez veces por haber hablado, en contra de una por haberse callado. Y ¿por qué? Porque el haber hablado en cuanto hecho externo puede acarrearle a uno muchas molestias, ya que se trata de una realidad. ¡Como si el callarse no fuera nada! Siendo así que el callarse constituye el mayor de los peligros. Pues, callándose, uno queda como totalmente abandonado a sí mismo sin que la realidad venga a echarle una mano con los castigos que ella impone, o dejando que las consecuencias de lo que ha dicho caigan sobre él. En este sentido la cosa va bien cuando uno se calla. Pero precisamente por eso, el que sabe lo que es lo terrible, teme más que ninguna otra cosa cualquier yerro o falta que se pierda en la acción interiorizadora, sin dejar ningún rastro en el exterior. También es peligroso a los ojos del mundo el arriesgar algo. Y ¿por qué? porque así se puede perder. Lo prudente es no arriesgar nada. Y, sin embargo, cabalmente, por no arriesgar nada se puede perder con la más espantosa facilidad lo que difícilmente se hubiera perdido arriesgándose, por mucho que se perdiera, y que en todo caso no habría perdido nunca con esa facilidad y como si fuese nada. ¿Qué es lo que puede perder uno de esta manera? ¡A sí mismo! Pues si yo me he arriesgado en falso. entonces no pasa nada, la misma vida me ayuda con su castigo. Mas si no arriesgo nada en absoluto, ¿quién me ayudará entonces? ¿De qué me servirá sacar, cobardemente, partido de todas las ventajas del mundo porque no he arriesgado nada en el sentido más eminente de la palabra -lo que significaría que uno había obrado con plena conciencia de sí mismo- si pierdo mi propio yo?
Esto es lo que cabalmente sucede con la desesperación de la finitud. El hombre que está así desesperado puede vivir a las mil maravillas en la temporalidad, y ser un hombre en apariencia alabado por los demás, honrado y bien visto, ocupándose siempre en toda clase de proyectos terrenos. Desde luego, lo que se llama mundanidad no es más que la suma de tales hombres, sobre los que se puede afirmar que han quedado adscritos al mundo. Semejantes hombres hacen gala de sus recursos, amontonan dinero, realizan sensacionales hazañas mundanas, son artistas de la previsión, etc., etc..., e incluso quizá pasen a la historia, pero no son en modo alguno sí mismos, no tienen en el sentido espiritual ningún yo, no poseen ningún yo en virtud del cual arriesgarlo todo en un momento dado, ni poseen ningún yo delante de Dios; y todo esto a pesar de ser tan egoístas.