Diferència entre revisions de la pàgina «Galileo Galilei: carta a Cristina de Lorena»
De Wikisofia
(adding es) |
|||
Línia 1: | Línia 1: | ||
+ | {{TextOriginal|es}} | ||
+ | Carta a Cristina de Lorena | ||
+ | |||
+ | Descendiendo de tales cosas más a nuestra cuestión particular, se sigue necesariamente que no habiendo querido el Espíritu Santo enseñarnos si el cielo se mueve o está inmóvil, ni si su figura tiene la forma de esfera o de disco o extendido como un plano, ni si la Tierra está ubicada en el centro del mismo o a un lado, menos habrá tenido la intención de asegurarnos de otras conclusiones del mismo género, y unidas de tal manera con las ahora mismo nombradas, que sin la decisión sobre aquéllas no se puede afirmar esta o aquella parte, como son las de decidir sobre el movimiento o inmovilidad de la Tierra y del Sol. Y si el mismo Espíritu Santo a propósito ha omitido el enseñarnos semejantes proposiciones, como nada concernientes a su intención, esto es, a nuestra salvación, ¿cómo se podrá ahora afirmar que el sostener acerca de ellas esta parte y no aquélla sea tan necesario que la una sea ''de Fide'' y la otra errónea?; ¿podrá, pues, ser una opinión herética, y que no se refiera para nada a la salvación de las almas?, o ¿podrá decirse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos cosa alguna concerniente a la salvación? Yo aquí diré aquello que oí a una persona eclesiástica de muy elevado rango, esto es, que la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo. [...] | ||
+ | |||
+ | En vista de esto, y siendo, como se ha dicho, que dos verdades no pueden contradecirse, es función de los sabios intérpretes el esforzarse por encontrar los verdaderos sentidos de los pasajes sagrados, que indudablemente concordarán con aquellas conclusiones naturales de las que tuviésemos de antemano certeza y seguridad por la evidencia de los sentidos o por las demostraciones necesarias. Más aún, siendo como se ha dicho que las Escrituras por las razones aducidas admiten en muchos pasajes interpretaciones distintas del significado de las palabras y, además, no pudiendo nosotros afirmar con certeza que todos los intérpretes hablen por inspiración divina, pues, si así fuese, ninguna divergencia existiría entre ellos, acerca de los sentidos de los mismos textos, creo que se obraría muy prudentemente si no se permitiese a ninguno el comprometer los textos de la Escritura y, en cierto modo, obligarles a tener que sostener como verdaderas estas o aquellas conclusiones naturales, de las que alguna vez los sentidos y las razones demostrativas y necesarias nos pudiesen demostrar lo contrario. ¿Y quién quiere poner límites a los ingenios humanos? ¿Quién podrá afirmar que sea ya visto y sabido todo aquello que hay en el mundo de perceptible y cognoscible? ¿Tal vez aquellos que en otras ocasiones afirman (y con gran verdad) que «lo que sabemos es la mínima parte de lo que ignoramos»? Más aún todavía, si nosotros sabemos por boca del mismo Espíritu Santo que: «Dios dio el mundo al hombre para que pensara, pero el hombre no abarca la obra que Dios hizo del principio al fin», no se deberá, a mi modo de ver, haciendo caso omiso de tal sentencia, obstruir el camino al libre filosofar sobre las cosas del mundo y de la naturaleza, casi como si ellas hubiesen sido todas con seguridad comprendidas y descubiertas. No debería considerarse temerario el que alguien no se sienta satisfecho con las opiniones que han llegado a ser casi comunes, ni debería darse el que alguien se indignase porque alguno no se adhiera en las discusiones naturales a aquella opinión que a ellos les gusta, y máxime en lo que se refiere a problemas que han sido ya discutidos durante millares de años por ilustres filósofos, como es la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra, opinión defendida por Pitágoras y por toda su escuela; por Heráclides de Ponto, que fue de la misma opinión; por Filolao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como refiere Aristóteles, y del que escribe Plutarco en la vida de Numa que el propio Platón, ya viejo, decía que era cosa del todo absurda defender otra cosa. Lo mismo fue creído por Aristarco de Samos, como encontramos en Arquímedes, por el matemático Seleucos, por el filósofo Nicera, según refiere Cicerón, y por muchos otros, y finalmente ampliada y confirmada por muchas observaciones y demostraciones por Nicolás Copérnico. Y Séneca, eminentísimo filósofo, en el libro «De cometis» nos advierte que debemos asegurarnos con muchísimo cuidado si es el cielo o la Tierra en quien reside la revolución diurna. | ||
+ | |||
+ | Y por esto, además de los artículos concernientes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya firmeza no existe el menor peligro que pueda surgir jamás una doctrina válida y eficaz, no sería tal vez sino un sabio y útil consejo el no añadir otros sin necesidad; y si es así, traería verdaderamente confusión el añadirles a petición de personas que además de que nosotros ignoramos que hablen inspiradas por la virtud celestial, claramente vemos que en ellas se podría desear aquella inteligencia que sería necesaria primero para entender, y después para impugnar las demostraciones con las que proceden las sutilísimas ciencias al probar semejantes conclusiones. Pero diría más, si me es lícito exponer mi parecer, que tal vez convendría más al decoro y a la dignidad de esas Sagradas Escrituras el procurar evitar que cualquier ligero y vulgar escritor pudiese, para conferir autoridad a sus escritos, muy a menudo fundados sobre vanas fantasías, desparramar en ellos citas de la Sagrada Escritura interpretadas o, mejor, estrujadas con sentidos tan alejados de la recta intención de esa Escritura, como cercanos a la mofa de aquellos que, no sin alguna jactancia, van haciendo ostentación de ello. Ejemplos de tal abuso se podrían traer muchos, pero me bastan dos no alejados de estas materias astronómicas. Uno de los cuales son los escritos que fueron publicados contra los planetas medíceos, recientemente descubiertos por mí, contra cuya existencia adujeron muchas citas de la Sagrada Escritura. Ahora que los planetas pueden ser vistos por todo el mundo, oiría con gusto con qué nuevas interpretaciones es explicada la Escritura por aquellos mismos oponentes, y justificada su simpleza. El otro ejemplo es del autor de un texto recientemente publicado, en el que se sostiene contra los astrónomos y los filósofos que la Luna ciertamente no recibe luz del Sol, sino que brilla por sí misma, tal imaginación se confirma en último término, o mejor dicho, se trata de confirmar con varias citas de la Escritura, las cuales le parece que no podrían salvarse si su opinión no fuese verdadera y necesaria. Sin embargo, que la Luna sea por sí misma obscura es no menos claro que el esplendor del Sol. | ||
+ | |||
+ | Por tanto, queda claro que tales autores, por no haber comprendido los verdaderos sentidos de la Escritura, la habrían, si su autoridad fuese de gran peso, puesto en la obligación de tener que obligar a otros a defender como verdaderas, conclusiones que repugnan a las razones manifiestas y a los sentidos, abuso que «líbrenos Dios» [''Deus avertat''] vaya tomando pie o autoridad, porque, sería necesario prohibir pronto todas las ciencias especulativas porque, siendo por naturaleza el número de los hombres poco aptos para comprender perfectamente, tanto las Sagradas Escrituras como las otras ciencias, bastante mayor que el número de los inteligentes, aquéllos, hojeando superficialmente las Escrituras se arrogarían el derecho de decidir sobre todas las cuestiones de la naturaleza, en función de alguna palabra mal entendida por ellos y dicha con otro propósito por los autores sagrados. [...] | ||
+ | |||
+ | De tales palabras me parece que puede sacarse esta enseñanza, esto es, que en los libros de los sabios de este mundo hay algunas cosas que se refieren a la naturaleza realmente demostradas, y otras simplemente son enseñadas, y que en cuanto a las primeras, es función de los sabios teólogos hacer ver que ellas no son contrarias a las Sagradas Escrituras; en cuanto a las otras, enseñadas, pero no demostradas de modo necesario, si hay algo contrario a las Sagradas Escrituras, se tiene que estimar por indudablemente falso y como tal, de todos los modos posibles, se tiene que demostrar. Si, pues, las conclusiones naturales realmente demostradas no deben subordinarse a pasajes de la Escritura, pero sí se debe aclarar con exactitud cómo tales pasajes no se oponen a esas conclusiones. Es necesario, por tanto, antes de condenar una proposición natural, hacer ver que ella no está demostrada necesariamente, y esto lo deben hacer no aquellos que la tienen por verdadera, sino aquellos que la consideran falsa; y esto parece muy razonable y conforme a la naturaleza, esto es, que mucho más fácilmente son capaces de encontrar las falacias en un discurso aquellos que lo consideran falso, que aquellos que lo consideran verdadero y concluyente; más bien, en este caso concreto, sucederá que los seguidores de esta opinión cuanto más anden analizando la cuestión, examinando los razonamientos, repitiendo las observaciones y comprobando las experiencias, tanto más se ratificarán en esa creencia. | ||
+ | {{TextOriginalSeparador|dev}} | ||
{{RecursWiki|Tipus=Extractes d'obres}}{{RecursBase|Nom=Galileu Galilei: carta a Cristina de Lorena|Idioma=Espanyol}} | {{RecursWiki|Tipus=Extractes d'obres}}{{RecursBase|Nom=Galileu Galilei: carta a Cristina de Lorena|Idioma=Espanyol}} | ||
Carta a Cristina de Lorena | Carta a Cristina de Lorena |
Revisió del 22:19, 14 set 2016
Text original editat en castellà.
Carta a Cristina de Lorena
Descendiendo de tales cosas más a nuestra cuestión particular, se sigue necesariamente que no habiendo querido el Espíritu Santo enseñarnos si el cielo se mueve o está inmóvil, ni si su figura tiene la forma de esfera o de disco o extendido como un plano, ni si la Tierra está ubicada en el centro del mismo o a un lado, menos habrá tenido la intención de asegurarnos de otras conclusiones del mismo género, y unidas de tal manera con las ahora mismo nombradas, que sin la decisión sobre aquéllas no se puede afirmar esta o aquella parte, como son las de decidir sobre el movimiento o inmovilidad de la Tierra y del Sol. Y si el mismo Espíritu Santo a propósito ha omitido el enseñarnos semejantes proposiciones, como nada concernientes a su intención, esto es, a nuestra salvación, ¿cómo se podrá ahora afirmar que el sostener acerca de ellas esta parte y no aquélla sea tan necesario que la una sea de Fide y la otra errónea?; ¿podrá, pues, ser una opinión herética, y que no se refiera para nada a la salvación de las almas?, o ¿podrá decirse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos cosa alguna concerniente a la salvación? Yo aquí diré aquello que oí a una persona eclesiástica de muy elevado rango, esto es, que la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo. [...]
En vista de esto, y siendo, como se ha dicho, que dos verdades no pueden contradecirse, es función de los sabios intérpretes el esforzarse por encontrar los verdaderos sentidos de los pasajes sagrados, que indudablemente concordarán con aquellas conclusiones naturales de las que tuviésemos de antemano certeza y seguridad por la evidencia de los sentidos o por las demostraciones necesarias. Más aún, siendo como se ha dicho que las Escrituras por las razones aducidas admiten en muchos pasajes interpretaciones distintas del significado de las palabras y, además, no pudiendo nosotros afirmar con certeza que todos los intérpretes hablen por inspiración divina, pues, si así fuese, ninguna divergencia existiría entre ellos, acerca de los sentidos de los mismos textos, creo que se obraría muy prudentemente si no se permitiese a ninguno el comprometer los textos de la Escritura y, en cierto modo, obligarles a tener que sostener como verdaderas estas o aquellas conclusiones naturales, de las que alguna vez los sentidos y las razones demostrativas y necesarias nos pudiesen demostrar lo contrario. ¿Y quién quiere poner límites a los ingenios humanos? ¿Quién podrá afirmar que sea ya visto y sabido todo aquello que hay en el mundo de perceptible y cognoscible? ¿Tal vez aquellos que en otras ocasiones afirman (y con gran verdad) que «lo que sabemos es la mínima parte de lo que ignoramos»? Más aún todavía, si nosotros sabemos por boca del mismo Espíritu Santo que: «Dios dio el mundo al hombre para que pensara, pero el hombre no abarca la obra que Dios hizo del principio al fin», no se deberá, a mi modo de ver, haciendo caso omiso de tal sentencia, obstruir el camino al libre filosofar sobre las cosas del mundo y de la naturaleza, casi como si ellas hubiesen sido todas con seguridad comprendidas y descubiertas. No debería considerarse temerario el que alguien no se sienta satisfecho con las opiniones que han llegado a ser casi comunes, ni debería darse el que alguien se indignase porque alguno no se adhiera en las discusiones naturales a aquella opinión que a ellos les gusta, y máxime en lo que se refiere a problemas que han sido ya discutidos durante millares de años por ilustres filósofos, como es la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra, opinión defendida por Pitágoras y por toda su escuela; por Heráclides de Ponto, que fue de la misma opinión; por Filolao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como refiere Aristóteles, y del que escribe Plutarco en la vida de Numa que el propio Platón, ya viejo, decía que era cosa del todo absurda defender otra cosa. Lo mismo fue creído por Aristarco de Samos, como encontramos en Arquímedes, por el matemático Seleucos, por el filósofo Nicera, según refiere Cicerón, y por muchos otros, y finalmente ampliada y confirmada por muchas observaciones y demostraciones por Nicolás Copérnico. Y Séneca, eminentísimo filósofo, en el libro «De cometis» nos advierte que debemos asegurarnos con muchísimo cuidado si es el cielo o la Tierra en quien reside la revolución diurna.
Y por esto, además de los artículos concernientes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya firmeza no existe el menor peligro que pueda surgir jamás una doctrina válida y eficaz, no sería tal vez sino un sabio y útil consejo el no añadir otros sin necesidad; y si es así, traería verdaderamente confusión el añadirles a petición de personas que además de que nosotros ignoramos que hablen inspiradas por la virtud celestial, claramente vemos que en ellas se podría desear aquella inteligencia que sería necesaria primero para entender, y después para impugnar las demostraciones con las que proceden las sutilísimas ciencias al probar semejantes conclusiones. Pero diría más, si me es lícito exponer mi parecer, que tal vez convendría más al decoro y a la dignidad de esas Sagradas Escrituras el procurar evitar que cualquier ligero y vulgar escritor pudiese, para conferir autoridad a sus escritos, muy a menudo fundados sobre vanas fantasías, desparramar en ellos citas de la Sagrada Escritura interpretadas o, mejor, estrujadas con sentidos tan alejados de la recta intención de esa Escritura, como cercanos a la mofa de aquellos que, no sin alguna jactancia, van haciendo ostentación de ello. Ejemplos de tal abuso se podrían traer muchos, pero me bastan dos no alejados de estas materias astronómicas. Uno de los cuales son los escritos que fueron publicados contra los planetas medíceos, recientemente descubiertos por mí, contra cuya existencia adujeron muchas citas de la Sagrada Escritura. Ahora que los planetas pueden ser vistos por todo el mundo, oiría con gusto con qué nuevas interpretaciones es explicada la Escritura por aquellos mismos oponentes, y justificada su simpleza. El otro ejemplo es del autor de un texto recientemente publicado, en el que se sostiene contra los astrónomos y los filósofos que la Luna ciertamente no recibe luz del Sol, sino que brilla por sí misma, tal imaginación se confirma en último término, o mejor dicho, se trata de confirmar con varias citas de la Escritura, las cuales le parece que no podrían salvarse si su opinión no fuese verdadera y necesaria. Sin embargo, que la Luna sea por sí misma obscura es no menos claro que el esplendor del Sol.
Por tanto, queda claro que tales autores, por no haber comprendido los verdaderos sentidos de la Escritura, la habrían, si su autoridad fuese de gran peso, puesto en la obligación de tener que obligar a otros a defender como verdaderas, conclusiones que repugnan a las razones manifiestas y a los sentidos, abuso que «líbrenos Dios» [Deus avertat] vaya tomando pie o autoridad, porque, sería necesario prohibir pronto todas las ciencias especulativas porque, siendo por naturaleza el número de los hombres poco aptos para comprender perfectamente, tanto las Sagradas Escrituras como las otras ciencias, bastante mayor que el número de los inteligentes, aquéllos, hojeando superficialmente las Escrituras se arrogarían el derecho de decidir sobre todas las cuestiones de la naturaleza, en función de alguna palabra mal entendida por ellos y dicha con otro propósito por los autores sagrados. [...]
De tales palabras me parece que puede sacarse esta enseñanza, esto es, que en los libros de los sabios de este mundo hay algunas cosas que se refieren a la naturaleza realmente demostradas, y otras simplemente son enseñadas, y que en cuanto a las primeras, es función de los sabios teólogos hacer ver que ellas no son contrarias a las Sagradas Escrituras; en cuanto a las otras, enseñadas, pero no demostradas de modo necesario, si hay algo contrario a las Sagradas Escrituras, se tiene que estimar por indudablemente falso y como tal, de todos los modos posibles, se tiene que demostrar. Si, pues, las conclusiones naturales realmente demostradas no deben subordinarse a pasajes de la Escritura, pero sí se debe aclarar con exactitud cómo tales pasajes no se oponen a esas conclusiones. Es necesario, por tanto, antes de condenar una proposición natural, hacer ver que ella no está demostrada necesariamente, y esto lo deben hacer no aquellos que la tienen por verdadera, sino aquellos que la consideran falsa; y esto parece muy razonable y conforme a la naturaleza, esto es, que mucho más fácilmente son capaces de encontrar las falacias en un discurso aquellos que lo consideran falso, que aquellos que lo consideran verdadero y concluyente; más bien, en este caso concreto, sucederá que los seguidores de esta opinión cuanto más anden analizando la cuestión, examinando los razonamientos, repitiendo las observaciones y comprobando las experiencias, tanto más se ratificarán en esa creencia.
Text traduït al català (Traducció automàtica pendent de revisió).
Carta a Cristina de Lorena
Descendint de tals coses més a la nostra qüestió particular, se segueix necessàriament que no havent volgut l'Esperit Sant ensenyar-nos si el cel es mou o està immòbil, ni si la seva figura té la forma d'esfera o de disc o estès com un plànol, ni si la Terra està situada en el centre del mateix o a un costat, menys haurà tingut la intenció d'assegurar-nos d'altres conclusions del mateix gènere, i unides de tal manera amb les ara mateix nomenades, que sense la decisió sobre aquelles no es pot afirmar aquesta o aquella part, com són les de decidir sobre el moviment o immobilitat de la Terra i del Sol. I si el mateix Esperit Sant a propòsit ha omès l'ensenyar-nos semblants proposicions, com res concernents a la seva intenció, això és, a la nostra salvació, com es podrà ara afirmar que el sostenir sobre elles aquesta part i no aquella sigui tan necessari que la una sigui de Fide i l'altra errònia?; podrà, doncs, ser una opinió herètica, i que no es refereixi per res a la salvació de les ànimes?, o podrà dir-se que l'Esperit Sant no ha volgut ensenyar-nos cosa alguna concernent a la salvació? Jo aquí diré allò que vaig sentir a una persona eclesiàstica de molt elevat rang, això és, que la intenció de l'Esperit Sant era ensenyar-nos com es va al cel, i no com va el cel. [...]
En vista d'això, i sent, com s'ha dit, que dues veritats no poden contradir-se, és funció dels savis intèrprets l'esforçar-se per trobar els veritables sentits dels passatges sagrats, que indubtablement concordaran amb aquelles conclusions naturals de les quals tinguéssim per endavant certesa i seguretat per l'evidència dels sentits o per les demostracions necessàries. Més encara, sent com s'ha dit que les Escriptures per les raons adduïdes admeten en molts passatges interpretacions diferents del significat de les paraules i, a més, no podent nosaltres afirmar amb certesa que tots els intèrprets parlin per inspiració divina, doncs, si així fos, cap divergència existiria entre ells, sobre els sentits dels mateixos textos, crec que s'obraria molt prudentment si no es permetés a cap el comprometre els textos de l'Escriptura i, en certa manera, obligar-los a haver de sostenir com a veritables aquestes o aquelles conclusions naturals, de les quals alguna vegada els sentits i les raons demostratives i necessàries ens poguessin demostrar el contrari. I qui vol posar límits als enginys humans? Qui podrà afirmar que sigui ja vist i sabut tot allò que hi ha al món de perceptible i cognoscible? Tal vegada aquells que en altres ocasions afirmen (i amb gran veritat) que «el que sabem és la mínima part del que ignorem»? Més encara encara, si nosaltres sabem per boca del mateix Esperit Sant que: «Déu va donar el món a l'home perquè pensés, però l'home no abasta l'obra que Déu va fer des del principi a la fi», no s'haurà de, a la meva manera de veure, fent cas omís de tal sentència, obstruir el camí al lliure filosofar sobre les coses del món i de la naturalesa, gairebé com si elles haguessin estat totes amb seguretat compreses i descobertes. No hauria de considerar-se temerari el que algú no se senti satisfet amb les opinions que han arribat a ser gairebé comunes, ni hauria de donar-se el que algú s'indignés perquè algun no s'adhereix en les discussions naturals a aquella opinió que a ells els agrada, i máxime pel que fa a problemes que han estat ja discutits durant milers d'anys per il·lustres filòsofs, com és la immobilitat del Sol i el moviment de la Terra, opinió defensada per Pitàgores i per tota la seva escola; per Heràclides de Ponto, que va ser de la mateixa opinió; per Filolau, mestre de Plató, i pel propi Plató, com refereix Aristòtil, i del que escriu Plutarc en la vida de Numa que el propi Plató, ja vell, deia que era cosa del tot absurda defensar una altra cosa. El mateix va ser cregut per Aristarc de Samos, com trobem en Arquimedes, pel matemàtic Seleucos, pel filòsof Nicera, segons refereix Ciceró, i per molts uns altres, i finalment ampliada i confirmada per moltes observacions i demostracions per Nicolau Copèrnic. I Sèneca, eminentísimo filòsof, en el llibre «De cometis» ens adverteix que hem d'assegurar-nos amb moltíssima cura si és el cel o la Terra en qui resideix la revolució diürna.
I per això, a més dels articles concernents a la salvació i a l'establiment de la fe, contra la fermesa de la qual no existeix el menor perillo que pugui sorgir mai una doctrina vàlida i eficaç, no seria tal vegada sinó un savi i útil consell el no afegir uns altres sense necessitat; i si és així, portaria veritablement confusió l'afegir-los a petició de persones que a més de que nosaltres ignorem que parlin inspirades per la virtut celestial, clarament veiem que en elles es podria desitjar aquella intel·ligència que seria necessària primer per entendre, i després per impugnar les demostracions amb les quals procedeixen les subtilíssimes ciències en provar semblants conclusions. Però diria més, si m'és lícit exposar el meu semblar, que tal vegada convindria més al decoro i a la dignitat d'aquestes Sagrades Escriptures el procurar evitar que qualsevol lleuger i vulgar escriptor pogués, per conferir autoritat als seus escrits, molt sovint fundats sobre vanes fantasies, desparramar en ells cites de la Sagrada Escriptura interpretades o, millor, rebregades amb sentits tan allunyats de la recta intenció d'aquesta Escriptura, com a propers a la mofa d'aquells que, no sense alguna jactància, van fent ostentació d'això. Exemples de tal abús es podrien portar molts, però em basten dos no allunyats d'aquestes matèries astronòmiques. Un dels quals són els escrits que van ser publicats contra els planetes medíceos, recentment descoberts per mi, contra l'existència dels quals van adduir moltes cites de la Sagrada Escriptura. Ara que els planetes poden ser vists per tot el món, sentiria amb gust amb quin noves interpretacions és explicada l'Escriptura per aquells mateixos oponents, i justificada el seu simpleza. L'altre exemple és de l'autor d'un text recentment publicat, en el qual se sosté contra els astrònoms i els filòsofs que la Lluna certament no rep llum del Sol, sinó que brilla per si mateixa, tal imaginació es confirma en últim terme, o millor dit, es tracta de confirmar amb diverses cites de l'Escriptura, les quals li sembla que no podrien salvar-se si la seva opinió no fos veritable i necessària. No obstant això, que la Lluna sigui per si mateixa obscura és no menys clar que l'esplendor del Sol.
Per tant, queda clar que tals autors, per no haver comprès els veritables sentits de l'Escriptura, l'haurien, si la seva autoritat fos de gran pes, posat en l'obligació d'haver d'obligar a uns altres a defensar com a veritables, conclusions que repugnen a les raons manifestes i als sentits, abús que «lliuri'ns Déu» [Deus avertat] vagi prenent peu o autoritat, perquè, seria necessari prohibir aviat totes les ciències especulatives perquè, sent per naturalesa el nombre dels homes poc aptes per comprendre perfectament, tant les Sagrades Escriptures com les altres ciències, bastant major que el nombre dels intel·ligents, aquells, fullejant superficialment les Escriptures s'arrogarían el dret de decidir sobre totes les qüestions de la naturalesa, en funció d'alguna paraula mal entesa per ells i aquesta amb un altre propòsit pels autors sagrats. [...]
De tals paraules em sembla que pot treure's aquest ensenyament, això és, que en els llibres dels savis d'aquest món hi ha algunes coses que es refereixen a la naturalesa realment demostrades, i unes altres simplement són ensenyades, i que quant a les primeres, és funció dels savis teòlegs fer veure que elles no són contràries a les Sagrades Escriptures; quant a les altres, ensenyades, però no demostrades de manera necessària, si hi ha alguna cosa contrari a les Sagrades Escriptures, s'ha d'estimar per indubtablement fals i com a tal, de totes les maneres possibles, s'ha de demostrar. Si, doncs, les conclusions naturals realment demostrades no han de subordinar-se a passatges de l'Escriptura, però sí s'ha d'aclarir amb exactitud com tals passatges no s'oposen a aquestes conclusions. És necessari, per tant, abans de condemnar una proposició natural, fer veure que ella no està demostrada necessàriament, i això l'han de fer no aquells que la tenen per veritable, sinó aquells que la consideren falsa; i això sembla molt raonable i conforme a la naturalesa, això és, que molt més fàcilment són capaces de trobar les fal·làcies en un discurs aquells que ho consideren fals, que aquells que ho consideren veritable i concloent; més aviat, en aquest cas concret, succeirà que els seguidors d'aquesta opinió com més caminin analitzant la qüestió, examinant els raonaments, repetint les observacions i comprovant les experiències, tant més es ratificaran en aquesta creença.
Carta a Cristina de Lorena (Alianza, Madrid 1987, p. 72-80). |
Original en castellà
Carta a Cristina de Lorena
Descendiendo de tales cosas más a nuestra cuestión particular, se sigue necesariamente que no habiendo querido el Espíritu Santo enseñarnos si el cielo se mueve o está inmóvil, ni si su figura tiene la forma de esfera o de disco o extendido como un plano, ni si la Tierra está ubicada en el centro del mismo o a un lado, menos habrá tenido la intención de asegurarnos de otras conclusiones del mismo género, y unidas de tal manera con las ahora mismo nombradas, que sin la decisión sobre aquéllas no se puede afirmar esta o aquella parte, como son las de decidir sobre el movimiento o inmovilidad de la Tierra y del Sol. Y si el mismo Espíritu Santo a propósito ha omitido el enseñarnos semejantes proposiciones, como nada concernientes a su intención, esto es, a nuestra salvación, ¿cómo se podrá ahora afirmar que el sostener acerca de ellas esta parte y no aquélla sea tan necesario que la una sea de Fide y la otra errónea?; ¿podrá, pues, ser una opinión herética, y que no se refiera para nada a la salvación de las almas?, o ¿podrá decirse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos cosa alguna concerniente a la salvación? Yo aquí diré aquello que oí a una persona eclesiástica de muy elevado rango, esto es, que la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo. [...]
En vista de esto, y siendo, como se ha dicho, que dos verdades no pueden contradecirse, es función de los sabios intérpretes el esforzarse por encontrar los verdaderos sentidos de los pasajes sagrados, que indudablemente concordarán con aquellas conclusiones naturales de las que tuviésemos de antemano certeza y seguridad por la evidencia de los sentidos o por las demostraciones necesarias. Más aún, siendo como se ha dicho que las Escrituras por las razones aducidas admiten en muchos pasajes interpretaciones distintas del significado de las palabras y, además, no pudiendo nosotros afirmar con certeza que todos los intérpretes hablen por inspiración divina, pues, si así fuese, ninguna divergencia existiría entre ellos, acerca de los sentidos de los mismos textos, creo que se obraría muy prudentemente si no se permitiese a ninguno el comprometer los textos de la Escritura y, en cierto modo, obligarles a tener que sostener como verdaderas estas o aquellas conclusiones naturales, de las que alguna vez los sentidos y las razones demostrativas y necesarias nos pudiesen demostrar lo contrario. ¿Y quién quiere poner límites a los ingenios humanos? ¿Quién podrá afirmar que sea ya visto y sabido todo aquello que hay en el mundo de perceptible y cognoscible? ¿Tal vez aquellos que en otras ocasiones afirman (y con gran verdad) que «lo que sabemos es la mínima parte de lo que ignoramos»? Más aún todavía, si nosotros sabemos por boca del mismo Espíritu Santo que: «Dios dio el mundo al hombre para que pensara, pero el hombre no abarca la obra que Dios hizo del principio al fin», no se deberá, a mi modo de ver, haciendo caso omiso de tal sentencia, obstruir el camino al libre filosofar sobre las cosas del mundo y de la naturaleza, casi como si ellas hubiesen sido todas con seguridad comprendidas y descubiertas. No debería considerarse temerario el que alguien no se sienta satisfecho con las opiniones que han llegado a ser casi comunes, ni debería darse el que alguien se indignase porque alguno no se adhiera en las discusiones naturales a aquella opinión que a ellos les gusta, y máxime en lo que se refiere a problemas que han sido ya discutidos durante millares de años por ilustres filósofos, como es la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra, opinión defendida por Pitágoras y por toda su escuela; por Heráclides de Ponto, que fue de la misma opinión; por Filolao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como refiere Aristóteles, y del que escribe Plutarco en la vida de Numa que el propio Platón, ya viejo, decía que era cosa del todo absurda defender otra cosa. Lo mismo fue creído por Aristarco de Samos, como encontramos en Arquímedes, por el matemático Seleucos, por el filósofo Nicera, según refiere Cicerón, y por muchos otros, y finalmente ampliada y confirmada por muchas observaciones y demostraciones por Nicolás Copérnico. Y Séneca, eminentísimo filósofo, en el libro «De cometis» nos advierte que debemos asegurarnos con muchísimo cuidado si es el cielo o la Tierra en quien reside la revolución diurna.
Y por esto, además de los artículos concernientes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya firmeza no existe el menor peligro que pueda surgir jamás una doctrina válida y eficaz, no sería tal vez sino un sabio y útil consejo el no añadir otros sin necesidad; y si es así, traería verdaderamente confusión el añadirles a petición de personas que además de que nosotros ignoramos que hablen inspiradas por la virtud celestial, claramente vemos que en ellas se podría desear aquella inteligencia que sería necesaria primero para entender, y después para impugnar las demostraciones con las que proceden las sutilísimas ciencias al probar semejantes conclusiones. Pero diría más, si me es lícito exponer mi parecer, que tal vez convendría más al decoro y a la dignidad de esas Sagradas Escrituras el procurar evitar que cualquier ligero y vulgar escritor pudiese, para conferir autoridad a sus escritos, muy a menudo fundados sobre vanas fantasías, desparramar en ellos citas de la Sagrada Escritura interpretadas o, mejor, estrujadas con sentidos tan alejados de la recta intención de esa Escritura, como cercanos a la mofa de aquellos que, no sin alguna jactancia, van haciendo ostentación de ello. Ejemplos de tal abuso se podrían traer muchos, pero me bastan dos no alejados de estas materias astronómicas. Uno de los cuales son los escritos que fueron publicados contra los planetas medicieus, recientemente descubiertos por mí, contra cuya existencia adujeron muchas citas de la Sagrada Escritura. Ahora que los planetas pueden ser vistos por todo el mundo, oiría con gusto con qué nuevas interpretaciones es explicada la Escritura por aquellos mismos oponentes, y justificada su simpleza. El otro ejemplo es del autor de un texto recientemente publicado, en el que se sostiene contra los astrónomos y los filósofos que la Luna ciertamente no recibe luz del Sol, sino que brilla por sí misma, tal imaginación se confirma en último término, o mejor dicho, se trata de confirmar con varias citas de la Escritura, las cuales le parece que no podrían salvarse si su opinión no fuese verdadera y necesaria. Sin embargo, que la Luna sea por sí misma obscura es no menos claro que el esplendor del Sol.
Por tanto, queda claro que tales autores, por no haber comprendido los verdaderos sentidos de la Escritura, la habrían, si su autoridad fuese de gran peso, puesto en la obligación de tener que obligar a otros a defender como verdaderas, conclusiones que repugnan a las razones manifiestas y a los sentidos, abuso que «líbrenos Dios» [Deus avertat] vaya tomando pie o autoridad, porque, sería necesario prohibir pronto todas las ciencias especulativas porque, siendo por naturaleza el número de los hombres poco aptos para comprender perfectamente, tanto las Sagradas Escrituras como las otras ciencias, bastante mayor que el número de los inteligentes, aquéllos, hojeando superficialmente las Escrituras se arrogarían el derecho de decidir sobre todas las cuestiones de la naturaleza, en función de alguna palabra mal entendida por ellos y dicha con otro propósito por los autores sagrados. [...]
De tales palabras me parece que puede sacarse esta enseñanza, esto es, que en los libros de los sabios de este mundo hay algunas cosas que se refieren a la naturaleza realmente demostradas, y otras simplemente son enseñadas, y que en cuanto a las primeras, es función de los sabios teólogos hacer ver que ellas no son contrarias a las Sagradas Escrituras; en cuanto a las otras, enseñadas, pero no demostradas de modo necesario, si hay algo contrario a las Sagradas Escrituras, se tiene que estimar por indudablemente falso y como tal, de todos los modos posibles, se tiene que demostrar. Si, pues, las conclusiones naturales realmente demostradas no deben subordinarse a pasajes de la Escritura, pero sí se debe aclarar con exactitud cómo tales pasajes no se oponen a esas conclusiones. Es necesario, por tanto, antes de condenar una proposición natural, hacer ver que ella no está demostrada necesariamente, y esto lo deben hacer no aquellos que la tienen por verdadera, sino aquellos que la consideran falsa; y esto parece muy razonable y conforme a la naturaleza, esto es, que mucho más fácilmente son capaces de encontrar las falacias en un discurso aquellos que lo consideran falso, que aquellos que lo consideran verdadero y concluyente; más bien, en este caso concreto, sucederá que los seguidores de esta opinión cuanto más anden analizando la cuestión, examinando los razonamientos, repitiendo las observaciones y comprobando las experiencias, tanto más se ratificarán en esa creencia.