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René Descartes: conocemos por la razón
Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender con mayor distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No me refiero a los cuerpos en general, pues tales nociones generales suelen ser un tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: aún no ha perdido la dulzura de la miel que contenía; conserva todavía algo del olor de las flores con que ha sido elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable, y, si lo golpeáis, producirá un sonido. En fin, se encuentran en él todas las cosas que permiten conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que, mientras estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que restaba de sabor se exhala; el olor se desvanece; el color cambia, la figura se pierde, la magnitud aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, ya no producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece la misma cera? Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero entonces ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción en aquel pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos por medio de los sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que percibíamos por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído; y sin embargo, sigue siendo la misma cera. Tal vez sea lo que ahora pienso, a saber: que la cera no era ni esa dulzura de miel, ni ese agradable olor de flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido, sino tan sólo un cuerpo que un poco antes se me aparecía bajo esas formas, y ahora bajo otras distintas. Ahora bien, al concebirla precisamente así, ¿qué es lo que imagino? Fijémonos bien, y, apartando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos qué resta. Ciertamente, nada más que algo extenso, flexible y cambiante. Ahora bien, ¿qué quiere decir flexible y cambiante? ¿No será que imagino que esa cera, de una figura redonda puede pasar a otra cuadrada, y de ésa a otra triangular? No es eso, puesto que la concibo capaz de sufrir una infinidad de cambios semejantes, y esa infinitud no podría ser recorrida por mi imaginación: por consiguiente, esa concepción que tengo de la cera no es obra de la facultad de imaginar.
Y esa extensión, ¿qué es? ¿No será algo igualmente desconocido, pues que aumenta al ir derritiéndose la cera, resulta ser mayor cuando está enteramente fundida, y mucho mayor cuando el calor se incrementa más aún? Y yo no concebiría de un modo claro y conforme a la verdad lo que es la cera, si no pensase que es capaz de experimentar más variaciones según la extensión, de todas las que yo haya podido imaginar. Debo, pues, convenir en que yo no puedo concebir lo que es esa cera por medio de la imaginación, y sí sólo, por medio del entendimiento: me refiero a ese trozo de cera, pues, en cuanto a la cera en general, ello resulta aún más evidente. Pues bien, ¿qué es esa cera, sólo concebible por medio del entendimiento? Sin duda, es la misma que veo, toco e imagino; la misma que desde el principio juzgaba yo conocer. Pero lo que se trata aquí de notar es que la impresión que de ella recibimos, o la acción por cuyo medio la percibimos, no es una visión, un tacto o una imaginación, y no lo ha sido nunca, aunque así lo pareciera antes, sino sólo una inspección del espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según atienda menos o más a las cosas que están en ella y de las que consta.
No es muy de extrañar, sin embargo, que me engañe, supuesto que mi espíritu es harto débil y se inclina insensiblemente al error. Pues aunque estoy considerando ahora esto en mi fuero interno y sin hablar, con todo, vengo a tropezar con las palabras, y están a punto de engañarme los términos del lenguaje corriente; pues nosotros decimos que vemos la misma cera, si está presente, y no que pensamos que es la misma en virtud de tener los mismos color y figura: lo que casi me fuerza a concluir que conozco la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección del espíritu. Mas he aquí que, desde la ventana, veo pasar unos hombres por la calle: y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera; sin embargo, lo que en realidad veo son sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar meros autómatas, movidos por resortes. Sin embargo, pienso que son hombres, y de este modo comprendo mediante la facultad de juzgar, que reside en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos.
Pero un hombre que intenta conocer mejor que el vulgo, debe avergonzarse de hallar motivos de duda en las maneras de hablar propias del vulgo. Por eso, prefiero seguir adelante y considerar si, cuando yo percibía al principio la cera y creía conocerla mediante los sentidos externos, o al menos mediante el sentido común –según lo llaman–, es decir, por medio de la potencia imaginativa, la concebía con mayor evidencia y perfección que ahora, tras haber examinado con mayor exactitud lo que ella es, y en qué manera puede ser conocida. Pero sería ridículo dudar siquiera de ello, pues ¿qué había de distinto y evidente en aquella percepción primera, que cualquier animal no pudiera percibir? En cambio, cuando hago distinción entre la cera y sus formas externas, y, como si la hubiese despojado de sus vestiduras, la considero desnuda, entonces, aunque aún pueda haber algún error en mi juicio, es cierto que una tal concepción no puede darse sino en un espíritu humano.
Y, en fin, ¿qué diré de ese espíritu, es decir, de mí mismo, puesto que hasta ahora nada, sino espíritu, reconozco en mí? Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo [no hago distinción entre ambas cosas], ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existo, se seguirá lo mismo, a saber, que existo yo; y si lo juzgo porque me persuade de ello mi imaginación, o por cualquier otra causa, resultará la misma conclusión. Y lo que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que están fuera de mí.
Pues bien, si el conocimiento de la cera parece ser más claro y distinto después de llegar a él, no sólo por la vista y el tacto, sino por muchas más causas, ¿con cuánta mayor evidencia, distinción y claridad no me conoceré a mí mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer y concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban aún mejor la naturaleza de mi espíritu? Pero es que, además, hay tantas otras cosas en el espíritu mismo, útiles para conocer su naturaleza, que las que, como éstas, dependen del cuerpo, apenas si merecen ser nombradas.
Pero he aquí que, por mí mismo y muy naturalmente, he llegado adonde pretendía. En efecto, sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu. Mas, siendo casi imposible deshacerse con prontitud de una opinión antigua y arraigada, bueno será que me detenga un tanto en este lugar, a fin de que, alargando mi meditación, consiga imprimir más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.