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− | Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; e segundo, más reciente, es el temor al ''super-yo. ''El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el ''super-yo ''la persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya sabemos cómo ha de comprenderse !a severidad del ''super-yo; ''es decir, el rigor de la conciencia moral. Esta continúa simplemente la severidad de la autoridad exterior, revelándola y sustituyéndola en parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la renuncia a los instintos y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior ; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el miedo al ''super-yo''. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el ''super-yo. ''En consecuencia, no dejará de surgir el sentimiento de culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa una gran desventaja económica de la instauración del ''super-yo ''o, en otros términos, de la génesis de la conciencia moral. La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ya no es recompensada con la seguridad de conservar el amor, y el individuo ha trocado una catástrofe exterior amenazante | + | Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; e segundo, más reciente, es el temor al ''super-yo. ''El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el ''super-yo ''la persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya sabemos cómo ha de comprenderse !a severidad del ''super-yo; ''es decir, el rigor de la conciencia moral. Esta continúa simplemente la severidad de la autoridad exterior, revelándola y sustituyéndola en parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la renuncia a los instintos y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior ; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el miedo al ''super-yo''. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el ''super-yo. ''En consecuencia, no dejará de surgir el sentimiento de culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa una gran desventaja económica de la instauración del ''super-yo ''o, en otros términos, de la génesis de la conciencia moral. La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ya no es recompensada con la seguridad de conservar el amor, y el individuo ha trocado una catástrofe exterior amenazante –pérdida de amor y castigo por la autoridad exterior– por una desgracia interior permanente: la tensión del sentimiento de culpabilidad. |
Estas interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo tan importantes que a riesgo de incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas desde otro ángulo. La secuencia cronológica sería, pues, la siguiente: ante todo se produce una renuncia instintual por temor a la agresión de la autoridad exterior -pues a esto se reduce el miedo a perder el amor, ya que el amor protege contra la agresión punitiva-; luego se instaura la autoridad interior, con la consiguiente renuncia instintual por miedo a ésta; es decir, por el miedo a la conciencia moral. En el segundo caso se equipara la mala acción con la acción malévola, de modo que aparece el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de castigo. La agresión por la conciencia moral perpetúa así la agresión por la autoridad. Hasta aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar en este esquema el reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades exteriores -es decir, de las renuncias impuestas desde fuera-; <u>cóm</u>o explicar la extraordinaria intensidad de la conciencia en los seres mejores y más dóciles? Ya hemos explicado ambas particularidades de la conciencia moral, pero quizá tengamos la impresión de que estas explicaciones no llegan al fondo de la cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el momento de introducir una idea enteramente propia del psicoanálisis y extraña al pensar común. El enunciado de esta idea nos permitirá comprender al punto por qué el tema debía parecernos tan confuso e impenetrable; en efecto, nos dice que si bien al principio la conciencia moral (más exactamente: la angustia, convertida después en conciencia) es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente, en cambio, esta situación se invierte : toda renuncia instintual se convierte entonces en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su intolerancia. Si lográsemos conciliar mejor ésta situación con la génesis de la conciencia moral que ya conocemos, estaríamos tentados a sustentar la siguiente tesis paradójica: Ia conciencia moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o bien: la renuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde fuera) crea la conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias instintuales. | Estas interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo tan importantes que a riesgo de incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas desde otro ángulo. La secuencia cronológica sería, pues, la siguiente: ante todo se produce una renuncia instintual por temor a la agresión de la autoridad exterior -pues a esto se reduce el miedo a perder el amor, ya que el amor protege contra la agresión punitiva-; luego se instaura la autoridad interior, con la consiguiente renuncia instintual por miedo a ésta; es decir, por el miedo a la conciencia moral. En el segundo caso se equipara la mala acción con la acción malévola, de modo que aparece el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de castigo. La agresión por la conciencia moral perpetúa así la agresión por la autoridad. Hasta aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar en este esquema el reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades exteriores -es decir, de las renuncias impuestas desde fuera-; <u>cóm</u>o explicar la extraordinaria intensidad de la conciencia en los seres mejores y más dóciles? Ya hemos explicado ambas particularidades de la conciencia moral, pero quizá tengamos la impresión de que estas explicaciones no llegan al fondo de la cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el momento de introducir una idea enteramente propia del psicoanálisis y extraña al pensar común. El enunciado de esta idea nos permitirá comprender al punto por qué el tema debía parecernos tan confuso e impenetrable; en efecto, nos dice que si bien al principio la conciencia moral (más exactamente: la angustia, convertida después en conciencia) es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente, en cambio, esta situación se invierte : toda renuncia instintual se convierte entonces en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su intolerancia. Si lográsemos conciliar mejor ésta situación con la génesis de la conciencia moral que ya conocemos, estaríamos tentados a sustentar la siguiente tesis paradójica: Ia conciencia moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o bien: la renuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde fuera) crea la conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias instintuales. |
Revisió del 15:10, 19 set 2017
Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; e segundo, más reciente, es el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya sabemos cómo ha de comprenderse !a severidad del super-yo; es decir, el rigor de la conciencia moral. Esta continúa simplemente la severidad de la autoridad exterior, revelándola y sustituyéndola en parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la renuncia a los instintos y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior ; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo. En consecuencia, no dejará de surgir el sentimiento de culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa una gran desventaja económica de la instauración del super-yo o, en otros términos, de la génesis de la conciencia moral. La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ya no es recompensada con la seguridad de conservar el amor, y el individuo ha trocado una catástrofe exterior amenazante –pérdida de amor y castigo por la autoridad exterior– por una desgracia interior permanente: la tensión del sentimiento de culpabilidad.
Estas interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo tan importantes que a riesgo de incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas desde otro ángulo. La secuencia cronológica sería, pues, la siguiente: ante todo se produce una renuncia instintual por temor a la agresión de la autoridad exterior -pues a esto se reduce el miedo a perder el amor, ya que el amor protege contra la agresión punitiva-; luego se instaura la autoridad interior, con la consiguiente renuncia instintual por miedo a ésta; es decir, por el miedo a la conciencia moral. En el segundo caso se equipara la mala acción con la acción malévola, de modo que aparece el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de castigo. La agresión por la conciencia moral perpetúa así la agresión por la autoridad. Hasta aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar en este esquema el reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades exteriores -es decir, de las renuncias impuestas desde fuera-; cómo explicar la extraordinaria intensidad de la conciencia en los seres mejores y más dóciles? Ya hemos explicado ambas particularidades de la conciencia moral, pero quizá tengamos la impresión de que estas explicaciones no llegan al fondo de la cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el momento de introducir una idea enteramente propia del psicoanálisis y extraña al pensar común. El enunciado de esta idea nos permitirá comprender al punto por qué el tema debía parecernos tan confuso e impenetrable; en efecto, nos dice que si bien al principio la conciencia moral (más exactamente: la angustia, convertida después en conciencia) es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente, en cambio, esta situación se invierte : toda renuncia instintual se convierte entonces en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su intolerancia. Si lográsemos conciliar mejor ésta situación con la génesis de la conciencia moral que ya conocemos, estaríamos tentados a sustentar la siguiente tesis paradójica: Ia conciencia moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o bien: la renuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde fuera) crea la conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias instintuales.