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Una mera ojeada a estos ocho puntos revela enseguida la complejidad del concepto y la falta de rigor con que usualmente se aplica. Veamos qué tienen que decir al respecto la psicología actual y otras ciencias afines.
 
Una mera ojeada a estos ocho puntos revela enseguida la complejidad del concepto y la falta de rigor con que usualmente se aplica. Veamos qué tienen que decir al respecto la psicología actual y otras ciencias afines.
  
Ante todo, y por lo que respecta al carácter innato del instinto, se sabe que la mayoría de las llamadas conductas instintivas requieren alguna forma de aprendizaje, a menudo muy considerable. Charles Darwin, y luego antropólogos como William H. Rives, han hecho notar cómo en algunas tribus primitivas el llamado instinto parental no impide a los padres deshacerse brutalmente de los hijos cuando la familia no puede alimentarlos o tiene, simplemente, ya muchos del mismo sexo; sin necesidad de ir a buscar ejemplos tan distantes, la misma sociedad actual, con su creciente práctica del aborto, nos indica hasta qué punto el amor maternal está mediatizado por valores y procesos culturales que tienen muy poco que ver con la herencia biológica. Cierto que en algunos animales una inyección de prolactina es capaz de suscitar comportamientos maternales típicos; pero, incluso en el mundo animal, experiencias como las de Beach (1956) han demostrado hasta qué punto la experiencia es indispensable para que las hembras -en este caso, ratas- cuiden de sus crías y no las devoren poco después de nacer. En una tribu de Nueva Guinea, por poner otro ejemplo, Margaret Mead encontró que la afición a las muñecas que ofrecía a los niños de la comunidad era mayor en los varones que en las hembras -acaso, según nos cuenta, porque eran los padres, y no las madres, quienes criaban a los hijos-. Pensar que la lucha o la guerra es un instinto del hombre parece asimismo estar en contradicción con lo que han descubierto antropólogos como Franz Boas entre los indios cauquiutel, que zanjan sus diferencias mediante fiestas en vez de peleas, o con lo que nos han dicho Ruth Benedict o Alexander Goldenweiser a propósito del modo en que los indios zuni o ciertos esquimales resuelven sus conflictos interpersonales; en efecto, Goldenweiser parece haber encontrado tribus esquimales donde las disputas personales se dirimen a través de concursos de canto, en que los votos de la mayoría designan al vencedor. En definitiva, esto significa que muchos de los sedicentes instintos animales y humanos, por no decir casi todos, están mediados por la experiencia y varían en función de ella. Se dan, en verdad, algunas conductas genuinamente innatas, como la del marsupial ''Didelphis virginiana, ''que nada más nacer, sin ayuda de la madre ni aprendizaje alguno, trepa velozmente por el cuerpo de ésta hasta refugiarse en la bolsa o marsupio donde permanece las primeras semanas de su vida; pero conductas así, que reúnan a la vez todos los requisitos de instintividad, son francamente difíciles de encontrar. Las experiencias de ''troquelado'' efectuadas por etólogos como Konrad Lorenz han revelado, por ejemplo, el efecto sutil, pero casi indeleble, que ejercen las primeras experiencias de los animales en sus ulteriores conductas instintivas. La indisoluble reciprocidad que guardan entre sí la maduración y el aprendizaje permiten, por otra parte, comprender que una determinación ''exclusivamente'' genética de la conducta es en principio imposible, aun cuando en algunos casos el ejercicio postnatal preciso para realizar un acto sea tan insignificante que podamos calificarlo de innato a efectos prácticos.
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Ante todo, y por lo que respecta al carácter innato del instinto, se sabe que la mayoría de las llamadas conductas instintivas requieren alguna forma de aprendizaje, a menudo muy considerable. Charles Darwin, y luego antropólogos como William H. Rives, han hecho notar cómo en algunas tribus primitivas el llamado instinto parental no impide a los padres deshacerse brutalmente de los hijos cuando la familia no puede alimentarlos o tiene, simplemente, ya muchos del mismo sexo; sin necesidad de ir a buscar ejemplos tan distantes, la misma sociedad actual, con su creciente práctica del aborto, nos indica hasta qué punto el amor maternal está mediatizado por valores y procesos culturales que tienen muy poco que ver con la herencia biológica. Cierto que en algunos animales una inyección de prolactina es capaz de suscitar comportamientos maternales típicos; pero, incluso en el mundo animal, experiencias como las de Beach (1956) han demostrado hasta qué punto la experiencia es indispensable para que las hembras –en este caso, ratas– cuiden de sus crías y no las devoren poco después de nacer. En una tribu de Nueva Guinea, por poner otro ejemplo, Margaret Mead encontró que la afición a las muñecas que ofrecía a los niños de la comunidad era mayor en los varones que en las hembras –acaso, según nos cuenta, porque eran los padres, y no las madres, quienes criaban a los hijos–. Pensar que la lucha o la guerra es un instinto del hombre parece asimismo estar en contradicción con lo que han descubierto antropólogos como Franz Boas entre los indios cauquiutel, que zanjan sus diferencias mediante fiestas en vez de peleas, o con lo que nos han dicho Ruth Benedict o Alexander Goldenweiser a propósito del modo en que los indios zuni o ciertos esquimales resuelven sus conflictos interpersonales; en efecto, Goldenweiser parece haber encontrado tribus esquimales donde las disputas personales se dirimen a través de concursos de canto, en que los votos de la mayoría designan al vencedor. En definitiva, esto significa que muchos de los sedicentes instintos animales y humanos, por no decir casi todos, están mediados por la experiencia y varían en función de ella. Se dan, en verdad, algunas conductas genuinamente innatas, como la del marsupial ''Didelphis virginiana, ''que nada más nacer, sin ayuda de la madre ni aprendizaje alguno, trepa velozmente por el cuerpo de ésta hasta refugiarse en la bolsa o marsupio donde permanece las primeras semanas de su vida; pero conductas así, que reúnan a la vez todos los requisitos de instintividad, son francamente difíciles de encontrar. Las experiencias de ''troquelado'' efectuadas por etólogos como Konrad Lorenz han revelado, por ejemplo, el efecto sutil, pero casi indeleble, que ejercen las primeras experiencias de los animales en sus ulteriores conductas instintivas. La indisoluble reciprocidad que guardan entre sí la maduración y el aprendizaje permiten, por otra parte, comprender que una determinación ''exclusivamente'' genética de la conducta es en principio imposible, aun cuando en algunos casos el ejercicio postnatal preciso para realizar un acto sea tan insignificante que podamos calificarlo de innato a efectos prácticos.
  
Respecto a la condición que hemos llamado estereotipia, es muy cierto que hay estímulos (''releasers'' o desencadenadores en la terminología etológica) que desencadenan pautas fijas de acción (PFA) que poseen una figura prefijada, que se realizan con orden secuencial innegable. Entre los muchos ejemplos posibles al respecto es obligado mencionar los estudios de Niko Tinbergen (1951) con los machos del pez espinoso (''Gasterosteus aculeatus''), cuya acción agresiva se desencadena en presencia de modelos o reclamos muy toscos, siempre y cuando estén provistos de un vientre rojo, que es al parecer el ''releaser'' o desencadenador de sus ataques. Las conductas estereotipadas, más frecuentes en las especies poco evolucionadas que en las superiores, y más frecuentes también en las primeras fases de la ontogenia que en las avanzadas, constituyen por descontado una realidad, en la que justamente se fundan muchos zoólogos para identificar rápidamente la especie de un animal. Los ornitólogos proceden a menudo de esta manera, quizá debido a que las aves manifiestan con bastante claridad estas PFA. Por supuesto, tales pautas no son absolutamente uniformes, y el animal adapta siempre -mejor dicho, casi siempre- sus PFA a la circunstancia concreta en que ha de operar, como agudamente hizo notar von Allesch (1942) hace muchos años. Sin embargo, insistimos, es muy cierto que los complejos y vistosos rituales con que se inicia la reproducción en muchas parejas de aves y peces, o las cuidadosas secuencias de actos con que muchos pájaros construyen sus nidos, son, a no dudarlo, ejemplos inequívocos de que existen PFA razonablemente uniformes. Otra cosa muy distinta es, no obstante, asumir su carácter exclusivamente innato.
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Respecto a la condición que hemos llamado estereotipia, es muy cierto que hay estímulos (''releasers'' o desencadenadores en la terminología etológica) que desencadenan pautas fijas de acción (PFA) que poseen una figura prefijada, que se realizan con orden secuencial innegable. Entre los muchos ejemplos posibles al respecto es obligado mencionar los estudios de Niko Tinbergen (1951) con los machos del pez espinoso (''Gasterosteus aculeatus''), cuya acción agresiva se desencadena en presencia de modelos o reclamos muy toscos, siempre y cuando estén provistos de un vientre rojo, que es al parecer el ''releaser'' o desencadenador de sus ataques. Las conductas estereotipadas, más frecuentes en las especies poco evolucionadas que en las superiores, y más frecuentes también en las primeras fases de la ontogenia que en las avanzadas, constituyen por descontado una realidad, en la que justamente se fundan muchos zoólogos para identificar rápidamente la especie de un animal. Los ornitólogos proceden a menudo de esta manera, quizá debido a que las aves manifiestan con bastante claridad estas PFA. Por supuesto, tales pautas no son absolutamente uniformes, y el animal adapta siempre –mejor dicho, casi siempre– sus PFA a la circunstancia concreta en que ha de operar, como agudamente hizo notar von Allesch (1942) hace muchos años. Sin embargo, insistimos, es muy cierto que los complejos y vistosos rituales con que se inicia la reproducción en muchas parejas de aves y peces, o las cuidadosas secuencias de actos con que muchos pájaros construyen sus nidos, son, a no dudarlo, ejemplos inequívocos de que existen PFA razonablemente uniformes. Otra cosa muy distinta es, no obstante, asumir su carácter exclusivamente innato.
  
 
Acabamos de indicar que los animales no siempre adaptan sus PFA a la circunstancia concreta en que tienen que operar. Ciertamente, en la mayoría de los casos sí lo hacen, o de otro modo la vida animal sería inconcebible; pero las bien conocidas acciones ''in vacuo'' (Tinbergen, 1951) que se ponen de manifiesto cuando una ardilla, por ejemplo, efectúa todos los movimientos precisos para enterrar una nuez en un suelo de madera, demuestran, a la par que la estereotipia y el carácter indeliberado de la acción, su desconexión del contexto y, en definitiva, su falta de sentido adaptativo concreto. Las PFA devienen esquemas rígidos sin valor supervivencial.
 
Acabamos de indicar que los animales no siempre adaptan sus PFA a la circunstancia concreta en que tienen que operar. Ciertamente, en la mayoría de los casos sí lo hacen, o de otro modo la vida animal sería inconcebible; pero las bien conocidas acciones ''in vacuo'' (Tinbergen, 1951) que se ponen de manifiesto cuando una ardilla, por ejemplo, efectúa todos los movimientos precisos para enterrar una nuez en un suelo de madera, demuestran, a la par que la estereotipia y el carácter indeliberado de la acción, su desconexión del contexto y, en definitiva, su falta de sentido adaptativo concreto. Las PFA devienen esquemas rígidos sin valor supervivencial.

Revisió de 17:41, 19 set 2017

En líneas generales, una conducta instintiva cabal tendría que cumplir [...] con los siguientes requisitos:

a) Ser innata, esto es, ejecutable sin el concurso de experiencia o aprendizaje alguno.

b) Ser estereotipada, es decir, realizarse con arreglo a unas pautas fijas, básicamente invariables en su forma y orden de ejecución.

c) Ser específica, o sea compartida por todos los miembros de la especie, y hasta cierto punto por los de las especies afines.

d) Desencadenarse indeliberadamente ante cierto tipo de estímulos externos y/o intraorgánicos.

e) Continuarse hasta su consumación, una vez desencadenada, en ausencia incluso de la estimulación que la provocó.

f) Poseer un grado de complejidad superior a la del simple reflejo.

g) Tener un sentido supervivencial para el individuo que la ejecuta y/o para su especie (sentido del que sin embargo el individuo no es consciente)

h) Finalmente, según algunos autores, ser saciables, esto es, más difíciles de provocar tras estimulaciones repetidas (lo cual, sin embargo, afecta de forma muy distinta a la conducta de defensa o ataque, que a la copulatoria o alimentaria).

Una mera ojeada a estos ocho puntos revela enseguida la complejidad del concepto y la falta de rigor con que usualmente se aplica. Veamos qué tienen que decir al respecto la psicología actual y otras ciencias afines.

Ante todo, y por lo que respecta al carácter innato del instinto, se sabe que la mayoría de las llamadas conductas instintivas requieren alguna forma de aprendizaje, a menudo muy considerable. Charles Darwin, y luego antropólogos como William H. Rives, han hecho notar cómo en algunas tribus primitivas el llamado instinto parental no impide a los padres deshacerse brutalmente de los hijos cuando la familia no puede alimentarlos o tiene, simplemente, ya muchos del mismo sexo; sin necesidad de ir a buscar ejemplos tan distantes, la misma sociedad actual, con su creciente práctica del aborto, nos indica hasta qué punto el amor maternal está mediatizado por valores y procesos culturales que tienen muy poco que ver con la herencia biológica. Cierto que en algunos animales una inyección de prolactina es capaz de suscitar comportamientos maternales típicos; pero, incluso en el mundo animal, experiencias como las de Beach (1956) han demostrado hasta qué punto la experiencia es indispensable para que las hembras –en este caso, ratas– cuiden de sus crías y no las devoren poco después de nacer. En una tribu de Nueva Guinea, por poner otro ejemplo, Margaret Mead encontró que la afición a las muñecas que ofrecía a los niños de la comunidad era mayor en los varones que en las hembras –acaso, según nos cuenta, porque eran los padres, y no las madres, quienes criaban a los hijos–. Pensar que la lucha o la guerra es un instinto del hombre parece asimismo estar en contradicción con lo que han descubierto antropólogos como Franz Boas entre los indios cauquiutel, que zanjan sus diferencias mediante fiestas en vez de peleas, o con lo que nos han dicho Ruth Benedict o Alexander Goldenweiser a propósito del modo en que los indios zuni o ciertos esquimales resuelven sus conflictos interpersonales; en efecto, Goldenweiser parece haber encontrado tribus esquimales donde las disputas personales se dirimen a través de concursos de canto, en que los votos de la mayoría designan al vencedor. En definitiva, esto significa que muchos de los sedicentes instintos animales y humanos, por no decir casi todos, están mediados por la experiencia y varían en función de ella. Se dan, en verdad, algunas conductas genuinamente innatas, como la del marsupial Didelphis virginiana, que nada más nacer, sin ayuda de la madre ni aprendizaje alguno, trepa velozmente por el cuerpo de ésta hasta refugiarse en la bolsa o marsupio donde permanece las primeras semanas de su vida; pero conductas así, que reúnan a la vez todos los requisitos de instintividad, son francamente difíciles de encontrar. Las experiencias de troquelado efectuadas por etólogos como Konrad Lorenz han revelado, por ejemplo, el efecto sutil, pero casi indeleble, que ejercen las primeras experiencias de los animales en sus ulteriores conductas instintivas. La indisoluble reciprocidad que guardan entre sí la maduración y el aprendizaje permiten, por otra parte, comprender que una determinación exclusivamente genética de la conducta es en principio imposible, aun cuando en algunos casos el ejercicio postnatal preciso para realizar un acto sea tan insignificante que podamos calificarlo de innato a efectos prácticos.

Respecto a la condición que hemos llamado estereotipia, es muy cierto que hay estímulos (releasers o desencadenadores en la terminología etológica) que desencadenan pautas fijas de acción (PFA) que poseen una figura prefijada, que se realizan con orden secuencial innegable. Entre los muchos ejemplos posibles al respecto es obligado mencionar los estudios de Niko Tinbergen (1951) con los machos del pez espinoso (Gasterosteus aculeatus), cuya acción agresiva se desencadena en presencia de modelos o reclamos muy toscos, siempre y cuando estén provistos de un vientre rojo, que es al parecer el releaser o desencadenador de sus ataques. Las conductas estereotipadas, más frecuentes en las especies poco evolucionadas que en las superiores, y más frecuentes también en las primeras fases de la ontogenia que en las avanzadas, constituyen por descontado una realidad, en la que justamente se fundan muchos zoólogos para identificar rápidamente la especie de un animal. Los ornitólogos proceden a menudo de esta manera, quizá debido a que las aves manifiestan con bastante claridad estas PFA. Por supuesto, tales pautas no son absolutamente uniformes, y el animal adapta siempre –mejor dicho, casi siempre– sus PFA a la circunstancia concreta en que ha de operar, como agudamente hizo notar von Allesch (1942) hace muchos años. Sin embargo, insistimos, es muy cierto que los complejos y vistosos rituales con que se inicia la reproducción en muchas parejas de aves y peces, o las cuidadosas secuencias de actos con que muchos pájaros construyen sus nidos, son, a no dudarlo, ejemplos inequívocos de que existen PFA razonablemente uniformes. Otra cosa muy distinta es, no obstante, asumir su carácter exclusivamente innato.

Acabamos de indicar que los animales no siempre adaptan sus PFA a la circunstancia concreta en que tienen que operar. Ciertamente, en la mayoría de los casos sí lo hacen, o de otro modo la vida animal sería inconcebible; pero las bien conocidas acciones in vacuo (Tinbergen, 1951) que se ponen de manifiesto cuando una ardilla, por ejemplo, efectúa todos los movimientos precisos para enterrar una nuez en un suelo de madera, demuestran, a la par que la estereotipia y el carácter indeliberado de la acción, su desconexión del contexto y, en definitiva, su falta de sentido adaptativo concreto. Las PFA devienen esquemas rígidos sin valor supervivencial.

La especificidad de las conductas instintivas tiende en general a cumplirse hasta el punto de que algunos etólogos prefieren hablar de conductas específicas (species-specific behavior) que de conductas instintivas. También aquí acontece, sin embargo, que la experiencia introduce variantes locales, como en el canto de pájaros pertenecientes a la misma especie. Excepto después de una cuidadosa investigación comparada es arriesgado, por tanto, asegurar que una determinada conducta es compartida de igual modo por todos los miembros de una especie. [...]

En definitiva, y esto ha ocurrido más de una vez en la historia del pensamiento humano, dar por supuesto que a todo término con un significado ha de corresponder una realidad objetiva precisa, constituye naturalmente un crasísimo error. Sin necesidad de descalificar por completo el término instinto, reduciéndolo a un mero flatus vocis, es obvio, sin embargo, que con él se alude de manera harto imprecisa a conductas muy diversas y con frecuencia mal conocidas, que las más de las veces ni cumplen los requisitos de instintividad ni pueden incluirse en una misma categoría. Si a esto se agrega que la historia del concepto comporta un cierto aire principialista, que trae a la memoria las famosas virtutes de la ciencia medieval, se comprende que para hablar de instintos haya que hacer hoy en día muchas precisiones. Acaso por esto, muchos psicólogos hayan optado simplemente por no hablar de ellos.