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Desde el primero de estos puntos de vista, pueden distinguirse, como ya hemos hecho más arriba, tres estadios entre el nacimiento y el final de este período: el de los reflejos, el de la organización de las percepciones y hábitos y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En el momento del nacimiento, la vida mental se reduce al ejercicio de aparatos reflejos, es decir, de coordinaciones sensoriales y motrices montadas de forma absolutamente hereditaria que corresponden a tendencias instintivas tales como la nutrición. Contentémonos con hacer notar, a este respecto, que estos reflejos, en la medida en que interesan a conductas que habrán de desempeñar un papel en el desarrollo psíquico ulterior, no tienen nada de esa pasividad mecánica que cabría atribuirles, sino que manifiestan desde el principio una auténtica actividad, que prueba precisamente la existencia de una asimilación sensoriomotriz precoz. En primer lugar, los reflejos de succión se afinan con el ejercicio: un recién nacido mama mejor al cabo de una o dos semanas que al principio. Luego, conducen a discriminaciones o reconocimientos prácticos fáciles de descubrir. Finalmente y sobre todo, dan lugar a una especie de generalización de su actividad: el lactante no se contenta con chupar cuando mama, sino que chupa también en el vacío, se chupa los dedos cuando los encuentra, después, cualquier objeto que fortuitamente se le presente y, finalmente, coordina el movimiento de los brazos con la succión hasta llevarse sistemáticamente, a veces desde el segundo mes, el pulgar a la boca. En una palabra, asimila una parte de su universo a la succión, hasta el punto de que su comportamiento inicial podría expresarse diciendo que, para él, el mundo es esencialmente una realidad suceptible de ser chupada. Es cierto que, rápidamente, ese mismo universo habrá de convertirse en una realidad suceptible de ser mirada, escuchada y, cuando los propios movimientos lo permitan, sacudida. Pero estos diversos ejercicios reflejos, que son como el anuncio de la asimilación mental, habrán de complicarse muy pronto al integrarse en hábitos y percepciones organizadas, es decir, que constituyen el punto de partida de nuevas conductas, adquiridas con ayuda de la experiencia. La succión sistemática del pulgar pertenece ya a ese segundo estadio, al igual que los gestos de volver la cabeza en dirección a un ruido, o de seguir un objeto en movimiento, etc. Desde el punto de vista perceptivo, se observa, desde que el niño empieza a sonreír [quinta semana y más], que reconoce a ciertas personas por oposición a otras, etc. [pero no por esto debemos atribuirle la noción de persona o siquiera de objeto: lo que reconoce son apariciones sensibles y animadas, y ello no prueba todavía nada con respecto a su sustancialidad, ni con respecto a la disociación del yo y el universo exterior]. Entre los tres y los seis meses [generalmente hacia los cuatro meses y medio], el lactante comienza a coger lo que ve, y esta capacidad de prensión, que más tarde será de manipulación, multiplica su poder de formar nuevos hábitos. Ahora bien, ¿cómo se construyen esos conjuntos motores [hábitos] nuevos, y esos conjuntos perceptivos [al principio las dos clases de sistemas están unidos: puede hacerse referencia a ellos hablando de «esquemas sensorio-motores»]? El punto de partida es siempre un ciclo reflejo, pero un ciclo cuyo ejercicio, en lugar de repetirse sin más, incorpora nuevos elementos y constituye con ellos totalidades organizadas más amplias, merced a diferenciaciones progresivas. Ya luego, basta que ciertos movimientos cualesquiera del lactante alcancen fortuitamente un resultado interesante –interesante por ser asimilable a un esquema anterior– para que el sujeto reproduzca inmediatamente esos nuevos movimientos: esta «reacción circular», como se la ha llamado, tiene un papel esencial en el desarrollo sensoriomotor y representa una forma más evolucionada de asimilación. Pero lleguemos al tercer estadio, que es mucho más importante aún para el ulterior desarrollo: el de la inteligencia práctica o sensoriomotriz propiamente dicha. La inteligencia, en efecto, aparece mucho antes que el lenguaje, es decir, mucho antes que el pensamiento interior que supone el empleo de signos verbales [del lenguaje interiorizado]. Pero se trata de una inteligencia exclusivamente práctica, que se aplica a la manipulación de los objetos y que no utiliza, en lugar de las palabras y los conceptos, más que percepciones y movimientos organizados en «esquemas de acción». Coger un palo para atraer un objeto que está un poco alejado, por ejemplo, es un acto de inteligencia [incluso bastante tardío: hacia los dieciocho meses], puesto que un medio, que aquí es un verdadero instrumento, está coordinado con un objeto propuesto de antemano, ha sido preciso comprender previamente la relación del bastón con el objetivo para descubrir el medio. Un acto de inteligencia más precoz consistirá en atraer el objeto tirando de la manta o del soporte sobre el que descansa [hacia el final del primer año]; y podrían citarse otros muchos ejemplos. Intentemos más bien averiguar cómo se construyen esos actos de inteligencia. Pueden invocarse dos clases de factores. Primeramente, las conductas anteriores que se multiplican y se diferencian cada vez más, hasta adquirir una flexibilidad suficiente para registrar los resultados de la experiencia. Así es como, en sus «reacciones circulares», el bebé no se contenta ya con reproducir simplemente los movimientos y los gestos que han producido un efecto interesante: los varía intencionalmente para estudiar los resultados de esas variaciones, y se dedica así a verdaderas exploraciones o «experiencias para ver». Todo el mundo ha podido observar, por ejemplo, el comportamiento de los niños de doce meses aproximadamente que consiste en tirar al suelo los objetos, ora en una dirección, ora en otra, para analizar las caídas y las trayectorias. Por otra parte, los «esquemas» de acción, construidos ya al nivel del estadio precedente y multiplicados gracias a nuevas conductas experimentales, se hacen susceptibles de coordinarse entre sí, por asimilación recíproca, a la manera de lo que habrán de ser más tarde las nociones o conceptos del pensamiento popiamente dicho. En efecto, una acción apta para ser repetida y generalizada a nuevas situaciones es comparable a una especie de concepto sensoriomotor: y así es cómo, en presencia de un objeto nuevo para él, vemos al bebé incorporarlo sucesivamente a cada uno de sus «esquemas de acción» [sacudirlo, frotarlo, mecerlo, etc.] como si se tratase de comprenderlo por el uso [es sabido que hacia los cinco y los seis años los niños definen todavía los conceptos empezando por las palabras «es para»: una mesa «es para escribir encima»; etc.]. Existe, pues, una asimilación sensoriomotriz comparable a lo que será más tarde la asimilación de lo real a través de las nociones y el pensamiento. Es, por tanto, natural que esos diversos esquemas de acción se asimilen entre sí, es decir, se coordinen de tal forma que unos asignen un objetivo a la acción total, mientras que otros le sirven de medios, y con esta coordinación, comparable a las del estadio anterior, pero más móvil y flexible, se inicia la etapa de la inteligencia práctica propiamente dicha.
 
Desde el primero de estos puntos de vista, pueden distinguirse, como ya hemos hecho más arriba, tres estadios entre el nacimiento y el final de este período: el de los reflejos, el de la organización de las percepciones y hábitos y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En el momento del nacimiento, la vida mental se reduce al ejercicio de aparatos reflejos, es decir, de coordinaciones sensoriales y motrices montadas de forma absolutamente hereditaria que corresponden a tendencias instintivas tales como la nutrición. Contentémonos con hacer notar, a este respecto, que estos reflejos, en la medida en que interesan a conductas que habrán de desempeñar un papel en el desarrollo psíquico ulterior, no tienen nada de esa pasividad mecánica que cabría atribuirles, sino que manifiestan desde el principio una auténtica actividad, que prueba precisamente la existencia de una asimilación sensoriomotriz precoz. En primer lugar, los reflejos de succión se afinan con el ejercicio: un recién nacido mama mejor al cabo de una o dos semanas que al principio. Luego, conducen a discriminaciones o reconocimientos prácticos fáciles de descubrir. Finalmente y sobre todo, dan lugar a una especie de generalización de su actividad: el lactante no se contenta con chupar cuando mama, sino que chupa también en el vacío, se chupa los dedos cuando los encuentra, después, cualquier objeto que fortuitamente se le presente y, finalmente, coordina el movimiento de los brazos con la succión hasta llevarse sistemáticamente, a veces desde el segundo mes, el pulgar a la boca. En una palabra, asimila una parte de su universo a la succión, hasta el punto de que su comportamiento inicial podría expresarse diciendo que, para él, el mundo es esencialmente una realidad suceptible de ser chupada. Es cierto que, rápidamente, ese mismo universo habrá de convertirse en una realidad suceptible de ser mirada, escuchada y, cuando los propios movimientos lo permitan, sacudida. Pero estos diversos ejercicios reflejos, que son como el anuncio de la asimilación mental, habrán de complicarse muy pronto al integrarse en hábitos y percepciones organizadas, es decir, que constituyen el punto de partida de nuevas conductas, adquiridas con ayuda de la experiencia. La succión sistemática del pulgar pertenece ya a ese segundo estadio, al igual que los gestos de volver la cabeza en dirección a un ruido, o de seguir un objeto en movimiento, etc. Desde el punto de vista perceptivo, se observa, desde que el niño empieza a sonreír [quinta semana y más], que reconoce a ciertas personas por oposición a otras, etc. [pero no por esto debemos atribuirle la noción de persona o siquiera de objeto: lo que reconoce son apariciones sensibles y animadas, y ello no prueba todavía nada con respecto a su sustancialidad, ni con respecto a la disociación del yo y el universo exterior]. Entre los tres y los seis meses [generalmente hacia los cuatro meses y medio], el lactante comienza a coger lo que ve, y esta capacidad de prensión, que más tarde será de manipulación, multiplica su poder de formar nuevos hábitos. Ahora bien, ¿cómo se construyen esos conjuntos motores [hábitos] nuevos, y esos conjuntos perceptivos [al principio las dos clases de sistemas están unidos: puede hacerse referencia a ellos hablando de «esquemas sensorio-motores»]? El punto de partida es siempre un ciclo reflejo, pero un ciclo cuyo ejercicio, en lugar de repetirse sin más, incorpora nuevos elementos y constituye con ellos totalidades organizadas más amplias, merced a diferenciaciones progresivas. Ya luego, basta que ciertos movimientos cualesquiera del lactante alcancen fortuitamente un resultado interesante –interesante por ser asimilable a un esquema anterior– para que el sujeto reproduzca inmediatamente esos nuevos movimientos: esta «reacción circular», como se la ha llamado, tiene un papel esencial en el desarrollo sensoriomotor y representa una forma más evolucionada de asimilación. Pero lleguemos al tercer estadio, que es mucho más importante aún para el ulterior desarrollo: el de la inteligencia práctica o sensoriomotriz propiamente dicha. La inteligencia, en efecto, aparece mucho antes que el lenguaje, es decir, mucho antes que el pensamiento interior que supone el empleo de signos verbales [del lenguaje interiorizado]. Pero se trata de una inteligencia exclusivamente práctica, que se aplica a la manipulación de los objetos y que no utiliza, en lugar de las palabras y los conceptos, más que percepciones y movimientos organizados en «esquemas de acción». Coger un palo para atraer un objeto que está un poco alejado, por ejemplo, es un acto de inteligencia [incluso bastante tardío: hacia los dieciocho meses], puesto que un medio, que aquí es un verdadero instrumento, está coordinado con un objeto propuesto de antemano, ha sido preciso comprender previamente la relación del bastón con el objetivo para descubrir el medio. Un acto de inteligencia más precoz consistirá en atraer el objeto tirando de la manta o del soporte sobre el que descansa [hacia el final del primer año]; y podrían citarse otros muchos ejemplos. Intentemos más bien averiguar cómo se construyen esos actos de inteligencia. Pueden invocarse dos clases de factores. Primeramente, las conductas anteriores que se multiplican y se diferencian cada vez más, hasta adquirir una flexibilidad suficiente para registrar los resultados de la experiencia. Así es como, en sus «reacciones circulares», el bebé no se contenta ya con reproducir simplemente los movimientos y los gestos que han producido un efecto interesante: los varía intencionalmente para estudiar los resultados de esas variaciones, y se dedica así a verdaderas exploraciones o «experiencias para ver». Todo el mundo ha podido observar, por ejemplo, el comportamiento de los niños de doce meses aproximadamente que consiste en tirar al suelo los objetos, ora en una dirección, ora en otra, para analizar las caídas y las trayectorias. Por otra parte, los «esquemas» de acción, construidos ya al nivel del estadio precedente y multiplicados gracias a nuevas conductas experimentales, se hacen susceptibles de coordinarse entre sí, por asimilación recíproca, a la manera de lo que habrán de ser más tarde las nociones o conceptos del pensamiento popiamente dicho. En efecto, una acción apta para ser repetida y generalizada a nuevas situaciones es comparable a una especie de concepto sensoriomotor: y así es cómo, en presencia de un objeto nuevo para él, vemos al bebé incorporarlo sucesivamente a cada uno de sus «esquemas de acción» [sacudirlo, frotarlo, mecerlo, etc.] como si se tratase de comprenderlo por el uso [es sabido que hacia los cinco y los seis años los niños definen todavía los conceptos empezando por las palabras «es para»: una mesa «es para escribir encima»; etc.]. Existe, pues, una asimilación sensoriomotriz comparable a lo que será más tarde la asimilación de lo real a través de las nociones y el pensamiento. Es, por tanto, natural que esos diversos esquemas de acción se asimilen entre sí, es decir, se coordinen de tal forma que unos asignen un objetivo a la acción total, mientras que otros le sirven de medios, y con esta coordinación, comparable a las del estadio anterior, pero más móvil y flexible, se inicia la etapa de la inteligencia práctica propiamente dicha.
  
Ahora bien, el resultado de ese desarrollo intelectual es efectivamente, como anunciábamos más arriba, transformar la representación de las cosas, hasta el punto de hacer dar un giro completo o de invertir la posición inicial del sujeto con respecto a ellas. En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones vividas y percibidas no están ligadas ni a una conciencia personal sentida como un «yo», ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que no es interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí. Pero, a causa precisamente de esa indisociación primitiva, todo lo que es percibido está centrado en la propia actividad: el yo se halla al principio en el centro de la realidad, precisamente porque no tiene conciencia de sí mismo, y el mundo exterior se objetivará en la medida en que el yo se construya en tanto que actividad subjetiva o interior. Dicho de otra forma, la conciencia empieza con un egocentrismo inconsciente e integral, mientras que los progresos de la inteligencia sensoriomotriz desembocan en la construcción de un universo objetivo, dentro del cual el propio cuerpo aparece como un elemento entre otros, y a este universo se opone la vida interior, localizada en ese cuerpo propio. Cuatro procesos fundamentales caracterizan esta revolución intelectual que se realiza durante los dos primeros años de la existencia; se trata de las construcciones de las categorías del objeto y del espacio, de la causalidad y del tiempo, todas ellas, naturalmente, como categorías prácticas o de acción pura, y no todavía como nociones del pensamiento. El esquema práctico del objeto es la permanencia sustancial atribuida a los cuadros sensoriales y, por consiguiente, de hecho, la creencia según la cual una figura percibida corresponde a «algo» que seguirá existiendo aun cuando uno deje de percibirlo. Ahora bien, es fácil demostrar que durante los primeros meses, el lactante no percibe objetos propiamente dichos, Reconoce ciertos cuadros sensoriales familiares, eso sí, pero el hecho de reconocerlos cuando están presentes no equivale en absoluto a situarlos en algún lugar cuando se hallan fuera del campo perceptivo. Reconoce en particular a las personas y sabe muy bien que gritando conseguirá que vuelva la madre cuando ésta ha desaparecido: pero ello no prueba tampoco que le atribuya un cuerpo existente en el espacio cuando deja de verla. De hecho, en la época en que el lactante empieza a coger todo lo que ve, no presenta, al principio, ninguna conducta de búsqueda cuando se cubren los objetos deseados con un pañuelo, y ello a pesar de haber seguido con la vista todos nuestros movimientos. Más tarde, buscará el objeto escondido, pero sin tener en cuenta sus sucesivos desplazamientos, como si cada objeto estuviera ligado a una situación de conjunto y no constituyese un móvil independiente. Hasta el final del primer año, el bebé no busca los objetos cuando acaban de salir de su campo de percepción, y éste es el criterio que permite reconocer un principio de exteriorización del mundo material. En resumen, la ausencia inicial de objetos sustanciales más la construccion de objetos fijos y permanentes es un primer ejemplo de ese paso del egocentrismo integral primitivo a la elaboración final de un universo exterior. La evolución del espacio práctico es enteramente solidaria de la construcción de los objetos. Al principio, hay tantos espacios, no coordinados entre sí, como campos sensoriales [espacios bucal, visual, táctil, etc.] y cada uno de ellos está centrado en los movimientos y actividad propios. El espacio visual, por ejemplo, no conoce al principio las mismas profundidades que el niño habrá de construir más adelante. Al final del segundo año, en cambio, existe ya un espacio general, que comprende a todos los demás, y que caracteriza las relaciones de los objetos entre sí y los contiene en su totalidad, incluido el propio cuerpo. La elaboración del espacio se debe esencialmente a la coordinación de los movimientos, y aquí se ve la estrecha relación que existe entre este desarrollo y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En su egocentrismo, la causalidad se halla al principio relacionada con la propia actividad: consiste en la relación -que durante mucho tiempo seguirá siendo fortuita para el sujeto- entre un resultado empírico y una acción cualquiera que lo ha producido. Así es como, al tirar de los cordones que penden del techo de su cuna, el niño descubre el derrumbamiento de todos los juguetes que alli estaban colgados, y ello le hará relacionar causalmente la acción de tirar de los cordones y el efecto general de derrumbamiento. Ahora bien, inmediatamente utilizará este esquema causal para actuar a distancia sobre cualquier cosa: tirará del cordón para hacer continuar un balanceo que ha observado a dos metros de distancia, para hacer durar un silbido que ha oído al fondo de la habitación, etc. Esta especie de causalidad mágica o «mágico-fenomenista» pone bastante de manifiesto el egocentrismo causal primitivo. En el curso del segundo año, por el contrario, el niño reconoce las relaciones de causalidad de los objetos entre sí: objetiviza y localiza, pues, las causas. La objetivación de las series temporales es paralela a la de la causalidad. En suma, en todos los terrenos encontramos esa especie de revolución copernicana que permite a la inteligencia sensoriomotriz arrancar el espíritu naciente de su egocentrismo inconsciente radical para situarlo en un «universo», por práctico y poco «meditado» que sea.
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Ahora bien, el resultado de ese desarrollo intelectual es efectivamente, como anunciábamos más arriba, transformar la representación de las cosas, hasta el punto de hacer dar un giro completo o de invertir la posición inicial del sujeto con respecto a ellas. En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones vividas y percibidas no están ligadas ni a una conciencia personal sentida como un «yo», ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que no es interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí. Pero, a causa precisamente de esa indisociación primitiva, todo lo que es percibido está centrado en la propia actividad: el yo se halla al principio en el centro de la realidad, precisamente porque no tiene conciencia de sí mismo, y el mundo exterior se objetivará en la medida en que el yo se construya en tanto que actividad subjetiva o interior. Dicho de otra forma, la conciencia empieza con un egocentrismo inconsciente e integral, mientras que los progresos de la inteligencia sensoriomotriz desembocan en la construcción de un universo objetivo, dentro del cual el propio cuerpo aparece como un elemento entre otros, y a este universo se opone la vida interior, localizada en ese cuerpo propio. Cuatro procesos fundamentales caracterizan esta revolución intelectual que se realiza durante los dos primeros años de la existencia; se trata de las construcciones de las categorías del objeto y del espacio, de la causalidad y del tiempo, todas ellas, naturalmente, como categorías prácticas o de acción pura, y no todavía como nociones del pensamiento. El esquema práctico del objeto es la permanencia sustancial atribuida a los cuadros sensoriales y, por consiguiente, de hecho, la creencia según la cual una figura percibida corresponde a «algo» que seguirá existiendo aun cuando uno deje de percibirlo. Ahora bien, es fácil demostrar que durante los primeros meses, el lactante no percibe objetos propiamente dichos, Reconoce ciertos cuadros sensoriales familiares, eso sí, pero el hecho de reconocerlos cuando están presentes no equivale en absoluto a situarlos en algún lugar cuando se hallan fuera del campo perceptivo. Reconoce en particular a las personas y sabe muy bien que gritando conseguirá que vuelva la madre cuando ésta ha desaparecido: pero ello no prueba tampoco que le atribuya un cuerpo existente en el espacio cuando deja de verla. De hecho, en la época en que el lactante empieza a coger todo lo que ve, no presenta, al principio, ninguna conducta de búsqueda cuando se cubren los objetos deseados con un pañuelo, y ello a pesar de haber seguido con la vista todos nuestros movimientos. Más tarde, buscará el objeto escondido, pero sin tener en cuenta sus sucesivos desplazamientos, como si cada objeto estuviera ligado a una situación de conjunto y no constituyese un móvil independiente. Hasta el final del primer año, el bebé no busca los objetos cuando acaban de salir de su campo de percepción, y éste es el criterio que permite reconocer un principio de exteriorización del mundo material. En resumen, la ausencia inicial de objetos sustanciales más la construccion de objetos fijos y permanentes es un primer ejemplo de ese paso del egocentrismo integral primitivo a la elaboración final de un universo exterior. La evolución del espacio práctico es enteramente solidaria de la construcción de los objetos. Al principio, hay tantos espacios, no coordinados entre sí, como campos sensoriales [espacios bucal, visual, táctil, etc.] y cada uno de ellos está centrado en los movimientos y actividad propios. El espacio visual, por ejemplo, no conoce al principio las mismas profundidades que el niño habrá de construir más adelante. Al final del segundo año, en cambio, existe ya un espacio general, que comprende a todos los demás, y que caracteriza las relaciones de los objetos entre sí y los contiene en su totalidad, incluido el propio cuerpo. La elaboración del espacio se debe esencialmente a la coordinación de los movimientos, y aquí se ve la estrecha relación que existe entre este desarrollo y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En su egocentrismo, la causalidad se halla al principio relacionada con la propia actividad: consiste en la relación –que durante mucho tiempo seguirá siendo fortuita para el sujeto– entre un resultado empírico y una acción cualquiera que lo ha producido. Así es como, al tirar de los cordones que penden del techo de su cuna, el niño descubre el derrumbamiento de todos los juguetes que alli estaban colgados, y ello le hará relacionar causalmente la acción de tirar de los cordones y el efecto general de derrumbamiento. Ahora bien, inmediatamente utilizará este esquema causal para actuar a distancia sobre cualquier cosa: tirará del cordón para hacer continuar un balanceo que ha observado a dos metros de distancia, para hacer durar un silbido que ha oído al fondo de la habitación, etc. Esta especie de causalidad mágica o «mágico-fenomenista» pone bastante de manifiesto el egocentrismo causal primitivo. En el curso del segundo año, por el contrario, el niño reconoce las relaciones de causalidad de los objetos entre sí: objetiviza y localiza, pues, las causas. La objetivación de las series temporales es paralela a la de la causalidad. En suma, en todos los terrenos encontramos esa especie de revolución copernicana que permite a la inteligencia sensoriomotriz arrancar el espíritu naciente de su egocentrismo inconsciente radical para situarlo en un «universo», por práctico y poco «meditado» que sea.

Revisió de 16:24, 19 set 2017

Jean Piaget: la inteligencia sensoriomotriz

El período que va del nacimiento a la adquisición del lenguaje está marcado por un desarrollo mental extraodinario. Se ignora a veces su importancia, ya que no va acompañado de palabras que permitan seguir paso a paso el progreso de la inteligencia y de los sentimientos, como ocurrirá más tarde. No por ello es menos decisivo para toda la evolución psíquica ulterior: consiste nada menos que en una conquista, a través de las percepciones y los movimientos, de todo el universo práctico que rodea al niño pequeño. Ahora bien, esta «asimilación sensoriomotriz» del mundo exterior inmediato, sufre, en dieciocho meses o dos años, toda una revolución copernicana en pequeña escala: mientras que al comienzo de este desarrollo el recién nacido lo refiere todo a sí mismo, o, más concretamente, a su propio cuerpo, al final, es decir, cuando se inician el lenguaje y el pensamiento, se sitúa ya prácticamente como un elemento o un cuerpo entre los demás, en un universo que ha construido poco a poco y que ahora siente ya como algo exterior a él. Vamos a describir paso a paso las etapas de esta revolución copernicana, en su doble aspecto de inteligencia y de vida afectiva nacientes.

Desde el primero de estos puntos de vista, pueden distinguirse, como ya hemos hecho más arriba, tres estadios entre el nacimiento y el final de este período: el de los reflejos, el de la organización de las percepciones y hábitos y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En el momento del nacimiento, la vida mental se reduce al ejercicio de aparatos reflejos, es decir, de coordinaciones sensoriales y motrices montadas de forma absolutamente hereditaria que corresponden a tendencias instintivas tales como la nutrición. Contentémonos con hacer notar, a este respecto, que estos reflejos, en la medida en que interesan a conductas que habrán de desempeñar un papel en el desarrollo psíquico ulterior, no tienen nada de esa pasividad mecánica que cabría atribuirles, sino que manifiestan desde el principio una auténtica actividad, que prueba precisamente la existencia de una asimilación sensoriomotriz precoz. En primer lugar, los reflejos de succión se afinan con el ejercicio: un recién nacido mama mejor al cabo de una o dos semanas que al principio. Luego, conducen a discriminaciones o reconocimientos prácticos fáciles de descubrir. Finalmente y sobre todo, dan lugar a una especie de generalización de su actividad: el lactante no se contenta con chupar cuando mama, sino que chupa también en el vacío, se chupa los dedos cuando los encuentra, después, cualquier objeto que fortuitamente se le presente y, finalmente, coordina el movimiento de los brazos con la succión hasta llevarse sistemáticamente, a veces desde el segundo mes, el pulgar a la boca. En una palabra, asimila una parte de su universo a la succión, hasta el punto de que su comportamiento inicial podría expresarse diciendo que, para él, el mundo es esencialmente una realidad suceptible de ser chupada. Es cierto que, rápidamente, ese mismo universo habrá de convertirse en una realidad suceptible de ser mirada, escuchada y, cuando los propios movimientos lo permitan, sacudida. Pero estos diversos ejercicios reflejos, que son como el anuncio de la asimilación mental, habrán de complicarse muy pronto al integrarse en hábitos y percepciones organizadas, es decir, que constituyen el punto de partida de nuevas conductas, adquiridas con ayuda de la experiencia. La succión sistemática del pulgar pertenece ya a ese segundo estadio, al igual que los gestos de volver la cabeza en dirección a un ruido, o de seguir un objeto en movimiento, etc. Desde el punto de vista perceptivo, se observa, desde que el niño empieza a sonreír [quinta semana y más], que reconoce a ciertas personas por oposición a otras, etc. [pero no por esto debemos atribuirle la noción de persona o siquiera de objeto: lo que reconoce son apariciones sensibles y animadas, y ello no prueba todavía nada con respecto a su sustancialidad, ni con respecto a la disociación del yo y el universo exterior]. Entre los tres y los seis meses [generalmente hacia los cuatro meses y medio], el lactante comienza a coger lo que ve, y esta capacidad de prensión, que más tarde será de manipulación, multiplica su poder de formar nuevos hábitos. Ahora bien, ¿cómo se construyen esos conjuntos motores [hábitos] nuevos, y esos conjuntos perceptivos [al principio las dos clases de sistemas están unidos: puede hacerse referencia a ellos hablando de «esquemas sensorio-motores»]? El punto de partida es siempre un ciclo reflejo, pero un ciclo cuyo ejercicio, en lugar de repetirse sin más, incorpora nuevos elementos y constituye con ellos totalidades organizadas más amplias, merced a diferenciaciones progresivas. Ya luego, basta que ciertos movimientos cualesquiera del lactante alcancen fortuitamente un resultado interesante –interesante por ser asimilable a un esquema anterior– para que el sujeto reproduzca inmediatamente esos nuevos movimientos: esta «reacción circular», como se la ha llamado, tiene un papel esencial en el desarrollo sensoriomotor y representa una forma más evolucionada de asimilación. Pero lleguemos al tercer estadio, que es mucho más importante aún para el ulterior desarrollo: el de la inteligencia práctica o sensoriomotriz propiamente dicha. La inteligencia, en efecto, aparece mucho antes que el lenguaje, es decir, mucho antes que el pensamiento interior que supone el empleo de signos verbales [del lenguaje interiorizado]. Pero se trata de una inteligencia exclusivamente práctica, que se aplica a la manipulación de los objetos y que no utiliza, en lugar de las palabras y los conceptos, más que percepciones y movimientos organizados en «esquemas de acción». Coger un palo para atraer un objeto que está un poco alejado, por ejemplo, es un acto de inteligencia [incluso bastante tardío: hacia los dieciocho meses], puesto que un medio, que aquí es un verdadero instrumento, está coordinado con un objeto propuesto de antemano, ha sido preciso comprender previamente la relación del bastón con el objetivo para descubrir el medio. Un acto de inteligencia más precoz consistirá en atraer el objeto tirando de la manta o del soporte sobre el que descansa [hacia el final del primer año]; y podrían citarse otros muchos ejemplos. Intentemos más bien averiguar cómo se construyen esos actos de inteligencia. Pueden invocarse dos clases de factores. Primeramente, las conductas anteriores que se multiplican y se diferencian cada vez más, hasta adquirir una flexibilidad suficiente para registrar los resultados de la experiencia. Así es como, en sus «reacciones circulares», el bebé no se contenta ya con reproducir simplemente los movimientos y los gestos que han producido un efecto interesante: los varía intencionalmente para estudiar los resultados de esas variaciones, y se dedica así a verdaderas exploraciones o «experiencias para ver». Todo el mundo ha podido observar, por ejemplo, el comportamiento de los niños de doce meses aproximadamente que consiste en tirar al suelo los objetos, ora en una dirección, ora en otra, para analizar las caídas y las trayectorias. Por otra parte, los «esquemas» de acción, construidos ya al nivel del estadio precedente y multiplicados gracias a nuevas conductas experimentales, se hacen susceptibles de coordinarse entre sí, por asimilación recíproca, a la manera de lo que habrán de ser más tarde las nociones o conceptos del pensamiento popiamente dicho. En efecto, una acción apta para ser repetida y generalizada a nuevas situaciones es comparable a una especie de concepto sensoriomotor: y así es cómo, en presencia de un objeto nuevo para él, vemos al bebé incorporarlo sucesivamente a cada uno de sus «esquemas de acción» [sacudirlo, frotarlo, mecerlo, etc.] como si se tratase de comprenderlo por el uso [es sabido que hacia los cinco y los seis años los niños definen todavía los conceptos empezando por las palabras «es para»: una mesa «es para escribir encima»; etc.]. Existe, pues, una asimilación sensoriomotriz comparable a lo que será más tarde la asimilación de lo real a través de las nociones y el pensamiento. Es, por tanto, natural que esos diversos esquemas de acción se asimilen entre sí, es decir, se coordinen de tal forma que unos asignen un objetivo a la acción total, mientras que otros le sirven de medios, y con esta coordinación, comparable a las del estadio anterior, pero más móvil y flexible, se inicia la etapa de la inteligencia práctica propiamente dicha.

Ahora bien, el resultado de ese desarrollo intelectual es efectivamente, como anunciábamos más arriba, transformar la representación de las cosas, hasta el punto de hacer dar un giro completo o de invertir la posición inicial del sujeto con respecto a ellas. En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones vividas y percibidas no están ligadas ni a una conciencia personal sentida como un «yo», ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que no es interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí. Pero, a causa precisamente de esa indisociación primitiva, todo lo que es percibido está centrado en la propia actividad: el yo se halla al principio en el centro de la realidad, precisamente porque no tiene conciencia de sí mismo, y el mundo exterior se objetivará en la medida en que el yo se construya en tanto que actividad subjetiva o interior. Dicho de otra forma, la conciencia empieza con un egocentrismo inconsciente e integral, mientras que los progresos de la inteligencia sensoriomotriz desembocan en la construcción de un universo objetivo, dentro del cual el propio cuerpo aparece como un elemento entre otros, y a este universo se opone la vida interior, localizada en ese cuerpo propio. Cuatro procesos fundamentales caracterizan esta revolución intelectual que se realiza durante los dos primeros años de la existencia; se trata de las construcciones de las categorías del objeto y del espacio, de la causalidad y del tiempo, todas ellas, naturalmente, como categorías prácticas o de acción pura, y no todavía como nociones del pensamiento. El esquema práctico del objeto es la permanencia sustancial atribuida a los cuadros sensoriales y, por consiguiente, de hecho, la creencia según la cual una figura percibida corresponde a «algo» que seguirá existiendo aun cuando uno deje de percibirlo. Ahora bien, es fácil demostrar que durante los primeros meses, el lactante no percibe objetos propiamente dichos, Reconoce ciertos cuadros sensoriales familiares, eso sí, pero el hecho de reconocerlos cuando están presentes no equivale en absoluto a situarlos en algún lugar cuando se hallan fuera del campo perceptivo. Reconoce en particular a las personas y sabe muy bien que gritando conseguirá que vuelva la madre cuando ésta ha desaparecido: pero ello no prueba tampoco que le atribuya un cuerpo existente en el espacio cuando deja de verla. De hecho, en la época en que el lactante empieza a coger todo lo que ve, no presenta, al principio, ninguna conducta de búsqueda cuando se cubren los objetos deseados con un pañuelo, y ello a pesar de haber seguido con la vista todos nuestros movimientos. Más tarde, buscará el objeto escondido, pero sin tener en cuenta sus sucesivos desplazamientos, como si cada objeto estuviera ligado a una situación de conjunto y no constituyese un móvil independiente. Hasta el final del primer año, el bebé no busca los objetos cuando acaban de salir de su campo de percepción, y éste es el criterio que permite reconocer un principio de exteriorización del mundo material. En resumen, la ausencia inicial de objetos sustanciales más la construccion de objetos fijos y permanentes es un primer ejemplo de ese paso del egocentrismo integral primitivo a la elaboración final de un universo exterior. La evolución del espacio práctico es enteramente solidaria de la construcción de los objetos. Al principio, hay tantos espacios, no coordinados entre sí, como campos sensoriales [espacios bucal, visual, táctil, etc.] y cada uno de ellos está centrado en los movimientos y actividad propios. El espacio visual, por ejemplo, no conoce al principio las mismas profundidades que el niño habrá de construir más adelante. Al final del segundo año, en cambio, existe ya un espacio general, que comprende a todos los demás, y que caracteriza las relaciones de los objetos entre sí y los contiene en su totalidad, incluido el propio cuerpo. La elaboración del espacio se debe esencialmente a la coordinación de los movimientos, y aquí se ve la estrecha relación que existe entre este desarrollo y el de la inteligencia sensoriomotriz propiamente dicha. En su egocentrismo, la causalidad se halla al principio relacionada con la propia actividad: consiste en la relación –que durante mucho tiempo seguirá siendo fortuita para el sujeto– entre un resultado empírico y una acción cualquiera que lo ha producido. Así es como, al tirar de los cordones que penden del techo de su cuna, el niño descubre el derrumbamiento de todos los juguetes que alli estaban colgados, y ello le hará relacionar causalmente la acción de tirar de los cordones y el efecto general de derrumbamiento. Ahora bien, inmediatamente utilizará este esquema causal para actuar a distancia sobre cualquier cosa: tirará del cordón para hacer continuar un balanceo que ha observado a dos metros de distancia, para hacer durar un silbido que ha oído al fondo de la habitación, etc. Esta especie de causalidad mágica o «mágico-fenomenista» pone bastante de manifiesto el egocentrismo causal primitivo. En el curso del segundo año, por el contrario, el niño reconoce las relaciones de causalidad de los objetos entre sí: objetiviza y localiza, pues, las causas. La objetivación de las series temporales es paralela a la de la causalidad. En suma, en todos los terrenos encontramos esa especie de revolución copernicana que permite a la inteligencia sensoriomotriz arrancar el espíritu naciente de su egocentrismo inconsciente radical para situarlo en un «universo», por práctico y poco «meditado» que sea.